miércoles, 25 de abril de 2012
II JORNADAS SOBRE EL CAMINO ESPAÑOL DE LOS TERCIOS. CÓRDOBA, 27 Y 28 DE ABRIL
lunes, 26 de marzo de 2012
jueves, 22 de marzo de 2012
NUEVAS NOTICIAS HISTÓRICAS SOBRE LA VENERACIÓN A NUESTRA SEÑORA DEL SOCORRO EN EL SIGLO XVII
Actual imagen de Ntra. Sra. del Socorro |
Hace algo más de seis años, exactamente
el domingo 11 de diciembre de 2005, era bendecida la nueva imagen de Ntra. Sra.
del Socorro. Puso nuevo rostro a tan antigua advocación el artista cordobés
Antonio Bernal y la nueva efigie dolorosa fue ungida para el culto público por
el Ilmo. Sr. Fernando Cruz-Conde y Suárez de Tangil bajo el padrinazgo de los
Condes de Prado Castellano.
Para aquella ocasión, en esta
misma revista, recopilamos las referencias históricas que hallamos sobre este
centenario título de la Madre
de Dios en nuestra ciudad, ensayamos sobre sus probables orígenes italianos y
su llegada hasta tierras españolas de manos de las huestes del Gran Capitán.
En nuestra incesante búsqueda del
pasado montillano, hemos localizado nuevas reseñas que delatan la fervorosa
veneración que la Mater Dolorosa de la
Vera Cruz tuvo en la segunda mitad del
siglo XVII.
Entre 1665 y 1675 hubo en
Montilla una intensa renovación de las cofradías penitenciales. En estos años
se sumaron a las procesiones de Semana Santa las imágenes del Cristo de la Humildad y Paciencia, en
el cortejo de la Concepción Dolorosa
el Miércoles Santo; la Santa Cena,
el Cristo de las Prisiones y la
Magdalena, en la Vera Cruz
el Jueves; el Cristo Amarrado a la
Columna, que acompañará desde entonces a las Angustias tras
la escisión de la Soledad,
que ya por la noche del Viernes Santo la naciente cofradía saldrá con las nuevas
efigies, realizadas en Granada, del Santo Entierro y la Virgen. Todas estas
incorporaciones completarán el acervo cofrade local que permanecerá invariable
hasta bien entrado el siglo XIX.
Por estos años también aparece en
el panorama cofrade un nuevo concepto orgánico sobre de la tutela de las imágenes sagradas
que recibían culto. Nacen hermandades autónomas de la cofradía matriz, y por
tanto, sujetas a sus Reglas aprobadas por la Autoridad Diocesana,
que tienen una misión específica dentro del organigrama de dicha cofradía, y un
cupo limitado de componentes. Ello conlleva a las hermandades la recopilación
de unos reglamentos propios, ceñidos al compromiso que se fijan. Estos
reglamentos son aprobados por el hermano mayor y consiliario de la cofradía
pertinente, y elevados a escritura oficial ante escribano público. Entre otras
modalidades, se crean hermandades de luz, de portadores de andas, o de palios
de respeto, donde un número determinado de personas se comprometen a alumbrar,
portar o cubrir a la imagen de su devoción en las procesiones que realice públicamente.
Tal es el caso de Lorenzo Ximénez
Hidalgo, Melchor Alcaide, Juan de Luque Crespo, Juan de Toro y Francisco de
Cea, todos cofrades de la Vera Cruz y
devotos de la Virgen
del Socorro, que se ofrecieron al hermano mayor, Cristóbal Ramírez de Aguilar, el
3 de mayo de 1668, festividad de la Invención de la Santa Cruz, y ante
notario acordaron “sacar el palio de la Madre de Dios en la procesión de la
Santa Vera Cruz”[1]. Del
mismo modo, se comprometieron de forma vitalicia en “dar trece hachas y buscar
personas que las saquen en dichas procesiones” y así ampliar el tramo de
hermanos de cirio que alumbrasen el camino de la Virgen. En
contraprestación, el hermano mayor se comprometía a conseguir el mismo número
de hermanos para que alumbrasen con otros tantos cirios. Estos cinco cofrades,
se implicaron asimismo en demandar donativos para la cofradía durante el mes de
mayo de cada año, y sufragar así los gastos que causaran el paso y palio de la Señora del Socorro.
Pero el fervor mariano en la
ermita de la Vera Cruz
se propaga avivadamente, y unos meses más tarde, el 18 de febrero de 1670, casi
medio centenar de hermanos de la cofradía, entre los que se encontraban los
citados arriba, se reúnen para crear una hermandad que diera cobertura a los fines
votivos y cargas económicas del paso y palio de la Dolorosa que cerraba la
procesión matriz de los disciplinantes. El oficio notarial recoge más de
cuarenta nombres de montillanos, que declararon ser “hermanos de la
Santa Vera Cruz y de Nuestra Señora que
sale en la procesión que se hace los Jueves Santos por la tarde de la ermita de
la Santa Vera
Cruz desta ciudad en la cual sale la
Reina de los Ángeles Madre de Dios Señora Nuestra”[2].
Los comparecientes implicaron sus
vidas y sus bienes, y al unísono expresaron en favor de la Dolorosa del Socorro su
devoción y compromiso. Para ello, rubricaron su vínculo anual “de sacar en
dicha procesión de los Jueves Santos por la tarde todos los días y años de su
vida a su divina majestad y su palio en la cual han de sacar de todo lo
necesario a su costa todas las veces que se ofrecieren y tuvieren necesidad de
ello dicho palio y así mismo de sacar en dichas procesiones quince hachas de
cera que vayan alumbrando a su divina majestad en dicho paso”[3].
Al igual que el acuerdo rubricado
dos años antes, los firmantes correrían con los gastos de los cultos y
procesiones de la Virgen
del Socorro, y daban potestad al hermano mayor de la cofradía para reemplazar
sus cargos y sitios dentro del cortejo procesional, en caso de incumplir el
reglamento prometido.
Este grupo de hermanos no sólo
atendió a su compromiso con la cofradía matriz, también acordaron entre ellos
sufragar y celebrar una misa cada vez que falleciera un componente de la hermandad,
como también acompañar al difunto con “cuatro hachas para alumbrar en su dicho
entierro”. Igualmente, podían elegir un tesorero, denominado “censuario”, que
administrara los donativos y cuotas de los hermanos, como también gozaban de autonomía
para que “cada vez que muera cualquiera de dichos hermanos de poder nombrar
otra persona que entre en lugar de dicho difunto para que cumpla por ello
contenido en esta escritura”[4].
No fueron estas las únicas
ocasiones en que se crearon hermandades en torno a las imágenes veneradas en la
ermita de la Vera Cruz.
Tenemos constancia documental de la existencia de varias hermandades más instauradas
para rendir culto al Cristo de las Prisiones, al Ecce Homo, al Amarrado a la Columna, a la Magdalena y, cómo no, al
Santo Cristo de Zacatecas, titular de la cofradía.
Con el paso del tiempo, estas corporaciones
surgidas al amparo de la
Cofradía matriz de la Vera
Cruz, serán la única alternativa a las constantes censuras que
sufre la antigua cofradía penitencial a partir de la segunda mitad del siglo
XVIII, en que son prohibidas en España las procesiones de sangre y suprimidas
las cofradías de flagelantes. A causa de estas circunstancias históricas se
convirtieron en las herederas de la matriz y, por ende, las consecutivas del mantenimiento
y culto de estas centenarias imágenes, para que así no se apagara la llama viva
de la fe y la tradición que encierra cada una de las efigies de la pasión,
muerte y resurrección de Jesucristo, que durante siglos evangelizaron a todas
esas generaciones de montillanos que nos legaron la identidad y personalidad de
nuestra Semana Santa.
Anterior imagen de Ntra. Sra. del Socorro, que procesionó el Martes Santo durante algunos años de la década de 1970 |
Como colofón a este breve trabajo histórico sobre la veneración que siglos atrás tuvo la bendita Madre de Dios del Socorro –como ya era denominada–, es nuestro deseo cerrar con un extracto de las líneas manuscritas de uno de los historiadores locales más rigurosos que ha tenido nuestra ciudad, Francisco de Borja Ruiz-Lorenzo Muñoz, que así describía en 1779 a la cofradía de la Santa Vera Cruz:
“Su fundación y origen no consta,
pero si hay sólidas enunciativas y tradición de ser casi del mismo tiempo de la Parroquia y conquista.
Se ve en ella radicada una muy antigua cofradía que nombran de la
Vera Cruz, cuyo entablamento tampoco
consta, solo si hay corriente noticia que la Sagrada Imagen de Nuestra
Señora, que ahora titulan Soledad, se decía y le llaman del Socorro, y es
antiquísima y origen de ello. […]
Tomó la Cofradía por su instituto
el culto al Señor y su bendita Madre, como lo dan con todo esmero. Sacan al año
dos procesiones, la una Jueves Santo en la tarde, es de penitencia y sacan en
remembranza de la Sagrada Pasión.
Primer paso de Jesús cenando con sus discípulos; segundo, a Jesús en sus
prisiones; tercero, a Jesús amarrado a la columna; cuarto, cuando se vio en el
pretorio de Pilatos; quinto, cuando le crucificaron y último que va su
amantísima Madre traspasada de dolor de verle, pero tan hermosa y misericordiosa
que da todo consuelo.”[5]
domingo, 4 de marzo de 2012
LA COFRADÍA DE LA VERA CRUZ A TRAVÉS DE UN INVENTARIO DE 1567
Una de las etapas más oscuras de
la historia de la Semana
Santa es el origen de las cofradías pasionistas. La mayoría
de los historiadores coinciden en fijar en los últimos años del siglo XV o primeros
del XVI el periodo de tiempo en el que ubicar los comienzos de este fenómeno
social ocurrido en España. Este proceso se dificulta cuando nos referimos a entornos
concretos, como son las poblaciones, donde inciden factores que pueden
adelantar –o todo lo contrario– la llegada de esta expresión pública de fe. Por
ello, vamos a tratar de responder las típicas preguntas que rodean el ambiente
cofrade, cuando la tertulia de historia centra su atención entre los
interesados en la materia. Hay que descender hasta las raíces de la cofradía
montillana de la Vera Cruz, que
es quien protagoniza desde los primeros tiempos la práctica colectiva y pública
de la penitencia alrededor de una imagen de Cristo Crucificado en la noche del
Jueves Santo.
Los
inicios de las cofradías de la Vera Cruz en España
El uso de la disciplina
flagelante ya se practicaba en Europa durante la baja Edad Media. En España fue
propagada por el dominico valenciano San Vicente Ferrer (1350 – 1419) al que,
en su peregrinar, le acompañaba una multitud de seguidores azotándose la
espalda como modo de redención de sus pecados, a imagen y semejanza del castigo
que Cristo recibió atado a la columna en el preludio de su crucifixión y muerte.
A pesar de ser perseguido por el pontífice Clemente VI, el flagelo continuó
siendo utilizado y, posteriormente, extendido por los franciscanos, quienes lo transmitieron
a los legos y pueblo en general, que imitaba así de los frailes el camino hacia
la misericordia divina[1].
Estos grupos, cada vez más
numerosos, se fueron constituyendo en hermandades que, durante todo el año mantenían
el culto a una imagen de Cristo Crucificado e igualmente a la Virgen María, siendo
en Semana Santa cuando organizaban las públicas “procesiones de sangre” por las
calles de la localidad. Con el correr del tiempo, el número de disciplinantes
se fue incrementando y se comenzaron a constituir en cofradías bajo la devoción
particular de la Santa Vera
Cruz o de la Sangre
de Cristo, que serían el arquetipo de las llamadas cofradías de sangre o penitenciales y, por consiguiente, el germen
del fenómeno cofradiero en Semana Santa.
El proceso de implantación de
cofradías penitenciales fue más temprano en las poblaciones donde existía un convento
franciscano y su arraigo más notorio. La Orden Franciscana
llega a Montilla en 1507 por voluntad y patrocinio del I Marqués de Priego,
Pedro Fernández de Córdoba y Pacheco, siendo ésta la primera en establecerse en
la que fuera villa cabecera de su señorío. En la diócesis de Córdoba, salvo en
la capital que ya existe en 1538, las primeras cofradías cruceras se comienzan
a establecer en los años centrales del siglo XVI[2], época
más que probable que fuese fundada en Montilla[3].
Procesión de flagelantes |
Primeras
noticias de la Vera Cruz montillana
Aunque a día de hoy no hemos hallado
un documento que registre la fecha de la fundación de la cofradía montillana,
tenemos noticia de su existencia ya en 1558, manifestada a través de dos escrituras
notariales en el oficio del escribano Jerónimo Pérez, que traslucen la plena
actividad de la primitiva corporación pasionista. La primera de estas, fechada
el 4 de mayo, trata de la obligación que se hizo el vecino Gonzalo García de
Baena de una deuda que su familiar tenía contraída con la Cofradía, en la que se
hace cargo de “doce reales que montan cuatrocientos y ocho maravedíes de la
moneda usual […] por razón que los ha de pagar por Sebastián Trompeta vecino de
esta villa que los debía a la dicha cofradía y él se obliga por ellos haciendo
deuda ajena suya propia”[4].
La segunda, registrada por el
mismo escribano, es similar a la anterior. Data del día 13 de agosto, en que
Alonso Sánchez de Toro el viejo se presenta como depositario de una suma de
dinero que su hijo Martín de Toro debía a la cofradía, cantidad que se obliga ante
notario a pagar a la Vera Cruz a corto plazo[5].
Igualmente, hemos localizado
varias donaciones a las imágenes de la cofradía, que se veneraban en su ermita
homónima. Ante el escribano Andrés Baptista testaba el 26 de marzo de 1562
María Ruiz, mujer de Pedro Sánchez Rabadán, quien donaba “a la imajen de
Nuestra Señora que está en la Santa Vera
Cruz desta dicha villa un volante que tengo con un rostro de oro”[6]. Otra
donación de cierta entidad fue enviada a la cofradía en 1564 por Diego de
Campos, hijo de Rui Díaz de Cazorla, quien legaba mil maravedíes[7].
Asimismo, existe otra escritura fechada
el 31 de agosto de 1567 y levantada en cabildo celebrado en la Parroquia de
Santiago, que trata sobre un acuerdo al que llega Francisco Fernández de Gálvez
con los representantes oficiales de la Cofradía[8],
cuyas casas colindaban. El documento notarial relata con precisión los hechos
acaecidos a raíz de unas obras que la cofradía lleva a cabo en su casa
–posiblemente haciendo alusión a la ermita–, de las que se ve afectada la
vivienda vecina por una canal maestra de evacuación de aguas que existe en la pared
medianera de dichas edificaciones. Según recoge el escribano, cuando la cofradía se
hallaba en pleno proceso de las citadas reformas en su casa, el vecino
Fernández de Gálvez denuncia la obra que es paralizada por la autoridad, hasta
que se llega a un convenio entre ambas partes que evita presentar el caso ante
la justicia. Finalmente, las partes conciertan la redacción ante notario de varias
cláusulas a respetar y cumplir entre todos, y la obra prosigue hasta su término[9].
A pesar de no hacer referencia a
la adquisición de la casa (o ermita), ni a los años que llevaba ocupándola
dicha cofradía, este documento denota la vitalidad que la Vera Cruz tenía en estos
años, pues ya contaba entre su patrimonio con bienes inmuebles propios, de lo
cual se puede deducir con cierta firmeza que llevaba funcionando como
corporación religiosa varios lustros.
Dibujo realizado por Juan Camacho para el alzado del Alhorí en 1723. En el ángulo inferior izquierdo se aprecia la desaparecida ermita de la Santa Vera Cruz |
De Trento
a Córdoba, pasando por Toledo
Durante estos años iba a tener
lugar uno de los episodios más importantes que la Iglesia Católica ha
experimentado en su devenir. Nos referimos a la celebración del Concilio de Trento (1545 – 1563), de donde resultaron
las normas que iban reformar a la institución fundada por Jesucristo. Entre
otras muchas, en este congreso eclesiástico quedó aprobada la nueva regulación
de las fundaciones religiosas y del culto a las imágenes sagradas, básicamente en
los capítulos octavo y noveno de la Sesión XII, celebrada el 1 de septiembre de 1551,
de cuyo resultado se implantó la obligación a los “Ordinarios del lugar” de
supervisar anualmente la administración y contabilidad de Obras Pías,
Hospitales y Cofradías. Del mismo modo, en la Sesión XXV –última del concilio–
celebrada en los días 3 y 4 de diciembre de 1563, se trató sobre el correcto
uso y culto de las imágenes y reliquias, refrendando así la postura oficial tomada
por la Iglesia
sobre esta cuestión siglos atrás, en el II Concilio de Nicea celebrado en el
año 787[10].
Para hacer llegar y cumplir a
todo el catolicismo las disposiciones reformistas aprobadas en Trento, el
Pontífice ordenó que se celebrasen concilios provinciales y, posteriormente,
sínodos diocesanos. En los años siguientes (1565 y 1566) tuvo lugar el Concilio
provincial de Toledo, que presidido por el obispo de Córdoba, Cristóbal de
Rojas y Sandoval –por estar la sede metropolitana vacante y ser éste el mitrado
más antiguo–, hizo especial hincapié en la nueva normativa del culto público a
las imágenes. Nada más finalizar el Concilio provincial de Toledo el obispo
Rojas convocó un Sínodo en su diócesis cordobesa, donde se transfirieron todas
las disposiciones a los vicarios de las poblaciones, entre las que se
imprimieron las siguientes ordenanzas referentes a las imágenes y cofrades:
“Porque de estar las imágenes que tienen las
cofradías en las casas de los Priostes, y Mayordomos dellas, y de otras
personas seglares, no están con la veneración y decencia que conviene, de que
sea seguido y sigue algunos daños e inconvenientes; proveyendo en ello de
remedio mandamos que de aquí adelante las tales imágenes siempre estén en las
iglesias, donde las tales cofradías estuvieren instituidas, y no sean sacadas
dellas, si no fuere para las llevar en las procesiones que se hizieren, y que
en los lugares donde lo tal acaeciere, el Vicario haga traer a las iglesias las
tales imágenes y proceda sobre ello por todo rigor y censuras hasta que se
cumpla”. En representación de la iglesia montillana asistió el vicario y
maestro Hernando Gaitán quien juró, junto con los demás eclesiásticos, ante el
obispo “conforme al dicho capítulo que harían bien y fielmente su oficio, y que
no excederán, ni dejarán de hacerlo por odio, favor, amor, interés, ni otro
respeto humano”[11].
También, dentro del nuevo orden
interno al que se pretendía conducir a la institución católica, el concilio estableció
la realización de visitas generales anualmente, en las que se tomara cuenta del
patrimonio de las obras pías, cofradías y hospitales, a los administradores y
hermanos mayores, y estas quedaran registradas en libros de cabildo y cuentas que
dichos responsables estaban obligados a presentar en la visita general al
obispo o provisor autorizado al efecto.
Un
inventario de 1567
La cofradía de la
Vera Cruz montillana no fue ajena a todas
estas reformas tridentinas. El mismo vicario Gaitán, como patrón de la misma,
junto con el hermano mayor Fernán García del Mármol y el notable artífice
Guillermo de la Orta
–que actuó como testigo– entre otros vecinos, realizaron un riguroso inventario[12] que
quedó recopilado por el escribano público Jerónimo Pérez el 16 de junio de
1567, documento que ha llegado hasta nuestros días y que, hasta la fecha, es el
mejor exponente manuscrito que ilustra la realidad la ermita y cofradía de la Vera Cruz en los años
centrales del siglo XVI.
El documento en sí es una gran
aportación histórica, ya que nos permite recrear la vida y funcionamiento de
esta cofradía penitencial en plena contrarreforma católica. El minucioso
inventario lo hemos ordenado en varios grupos de bienes, y aunque no hemos
respetado su forma original si lo hemos hecho con su fondo, para facilitar
su lectura, donde comenzamos recopilando
las imágenes de culto: “Un crucifixo grande puesto en una cruz leonada que suele
estar y está en el altar / Una imagen de Nuestra Señora con un niño Jesús en
los brazos”[13] como también los útiles
para las procesiones: “Unas andas con un calvario en que sacan el dicho
crucifixo / Unas andas negras en que sacan la dicha ymagen / Un cobertor para
ellas de paño negro / Un velo de red que está [debajo] del crucifixo en el
altar mayor / Ocho horquillas coloradas”.
Igualmente encontramos anotados
los enseres del guión procesional: “Una cruz grande y en ella pintado un
crucifixo y puestas las ynsignias de la pasión / Una cruz que es pequeña
torneada / Una manga de carmesí con una guarnición de raso amarillo / Otra
manga de terciopelo negro con dos escudos de las cinco plagas, es de raso
blanco y dos cruces y otras dos bordadas de raso amarillo / Otra manga de raso
carmesí con una guarnición de raso verde / [Caja] y varas coloradas con sus
cruces verdes / Dos aros para las cruces / Ocho bacines de madera / Un cajón
nuevo que está en la yglesia de Sr. Santiago en que está la cera y paños.”
La imagen de la Virgen –que poco
tiempo después es designada bajo la advocación del Socorro– contaba con un
considerable ornato textil, por lo que deducimos que su hechura era de
candelero, y como es propio de aquellos tiempos, sus vestiduras cambiaban a la
par que los colores de la liturgia, aunque hay que resaltar que en el
inventario predominan el verde –color propio de la cofradía– y el negro,
correspondiente al luto, tan presente en las hermandades cuyo titular es Cristo
muerto.
Este era el ajuar de la Madre de
Dios: “El vestido de la ymagen y un manto de tafetán negro / Más una sobrerropa
de grana con guarnición de terciopelo negro / Una basquiña de fustán colorada /
Un faldellín e paño blanco / Unas mangas de raso morado / Una delantera de raso
carmesí guarnecida de una telilla de coro / Unos querpezuelos nuevos de raso
carmesí / Otros corpezuelos de raso blanco / Una sobrerropa de tafetán sencilla
encarnado / Un monjil de anascote / Una toca de volante con su rostro de oro / Una
toca de espumilla con su rostro de seda blanca / Otra toca de volante / Otra
toca de seda cruda amarilla / Una toca de […] / Otra de […] / Una cadena de
libro / Un apretador de coro asentado sobre una […] / Un ceñidor de seda
torcida con los cabos redondos / Tres [horqueras] de naval con sus enagüillas /
Una cofia con quartas de coro / Otra llana / Una camisa guarnecida de hilo de coro / Otra
camisa vieja / Otra de seda cruda con un rostro de seda blanca.”
Asimismo el registro de bienes,
recopila los vasos sagrados, libros y ornamentos que la cofradía poseía para el
uso del sacerdote en el culto divino: “Un cáliz la copa dorada y en medio seis
esmaltes azules y en el pie cuatro cruces, una patena con una cruz dorada en
medio y en el sello un león, es todo de plata / Un crucifixo de tres quartas de
largo que está en una cruz verde / Una cruz de otras tres quartas de largo
dorada / Un par de vinajeras / Una casulla de grana con cenefas de terciopelo
carmesí / Otra casulla de lienzo y de cenefa y una faja labrada de sirgo
carmesí / Otra casulla de lienzo y por cenefa dos tirillas de tafetán colorado /
Otra casulla de lienzo y la cenefa de sirgo negro / Un alba de lienzo tiradizo
con faldones y bocamangas de raso morado / Otra alba de tiradizo con faldones y
bocamangas de tafetán colorado / Tres amitos de lienzo tiradizo / Una estola y
un manípulo de raso morado / Otra estola y manípulo de raso encarnado / Una
palia de naval con una cruz de verde labrada de verde y colorado y azul y
alrededor una cinta colorada / Otra palia de naval con una cruz de una cinta
colorada y alrededor una guarnición de sirgo colorada / Una toalla de naval de
vara y tres de largo guarnecida de sirgo pardo e colorado / Otra toalla de vara
y quarta de largo con guarnición verde y colorada / Otra toalla de otra vara y
quarta de largo guarnecida con una tira morisca de seda colorada e dos bandas
en medio de la misma guarnición / Otra de medianillo labrado de sirgo colorado
de siete cuartas / Tres cintas para ceñirse el sacerdote / Unos corporales con
quatro cruces en las esquinas de sirgo azul / Otros corporales de holanda con
una franjita blanca / Otra palia de naval con una cruz de cinta morisca labrada
de sirgo colorado e azul / Otra de raso blanco con un cruz de raso amarillo / Dos
hijuelas de holanda / Una sabanilla para los corporales de naval / Otra
sabanilla de naval / Dos capillos del cáliz, son tres / Seis pañuelos para el
altar / Un ara con las palabras de la consagración, es pergamino, y un misal
cordobés / Una cama de anjeo teñida negro que tiene un velo e tres paños que se
cuelga para poner el monumento / Una campanilla para alzar y otra más pequeña /
Otras dos campanillas / Dos candeleros de latón”.
De igual modo, también quedan
recopilados los paños que recubren los altares del Cristo Crucificado, que es el
mayor, y el de la Virgen: “Unos manteles de quatro varas de largo de lino / Otros
manteles de lino de quatro varas e media viejos / Otros manteles así moriscos
de dos varas e media de largo y vara y media de ancho / Un anjeo sobre el altar
mayor de lienzo con sus caídas / Otro anjeo pequeño que está sobre el altar de
Nuestra Señora de lienzo / Un velo de red que está debajo del crucifixo en el
altar mayor / Cuatro frontales viejos”.
Pintura en óleo sobre lienzo del Cristo de la Vera Cruz de Puente Genil, donde se puede ver tras de sí una "procesión de sangre" con los disciplinantes en la tarde del Jueves Santo. |
Uno de los fines sociales más
importantes de todas las cofradías, era dar sepultura a sus hermanos y devotos,
y para ello la Vera Cruz
ya contaba con: “Una tumba / Un paño de terciopelo con una cruz colorada que va
sobre el lecho / Otro paño de paño negro que va sobre los difuntos / Un lecho
en que llevan los difuntos”.
Para su funcionamiento diario la
ermita estaba equipada con: “Una campana grande con su lengua / Un estadal en
la pila / Un arca grande con un cajón de dos cerraduras / Un cajón de vara e
tercia de largo e tres quartas de ancho en que se ponen las mangas / Otra arca
que tiene quatro pies / Otra arca con un cajón dentro / Una caldereta vieja / Una
mesa de torno / Otra mesa con su banco que está en la yglesia de Sr. Santiago e
otra parte de ella / Un banco de tres varas de largo de pino e otra que está en
la dicha iglesia / Una sobremesa de paño verde / Un banco de dos varas e quarta
/ Otro como el dicho / Dos esteras de dos bancos de la iglesia / Otra estera / Una
lámpara con su bacía / Un martillo de hierro”.
Como podemos ver en este
inventario, que hemos trascrito prácticamente en su integridad, y demás
documentos inéditos que sacamos a la luz, la cofradía de la Vera Cruz estaba
totalmente integrada en la sociedad montillana, y contaba con un considerable
patrimonio propio desde fechas muy tempranas, cuyos bienes descritos aún recuerdan
la presencia árabe en la península, haciendo alusión a los tejidos moriscos, y
otros tantos patronímicos que en la actualidad apenas se utilizan.
Para finalizar, sólo queda apuntar
que este artículo se ha nutrido de manuscritos cuyas noticias datan solamente
de una década (1558 – 1567) con la pretensión de iniciar un Memorial de
documentos que ilumine las tinieblas historiográficas que durante los últimos
tiempos han circundado a la cofradía montillana de la Santa Vera Cruz.
NOTAS
[1] SÁNCHEZ HERRERO, José: Las cofradías de Sevilla. Historia,
Antropología, Arte. pp. 9 – 34. Los
comienzos.
[2]
ARANDA DONCEL, Juan: Las cofradías de la
Vera Cruz en la diócesis de Córdoba durante
los siglos XVI al XVIII, pp. 615 – 640. Actas del I Congreso Internacional
de Cofradías de la Santa Vera
Cruz. Sevilla, 1992.
[3] Según
cita el historiador del siglo XVIII Francisco de Borja Lorenzo Muñoz en su
manuscrita Historia de Montilla, el
Juez de composiciones Pedro Cabrera visitó la ermita de la Vera Cruz en 1535, fecha
que han dado por buena los sucesivos historiadores y cronistas que han tratado
este tema. Nosotros hemos consultado esta Visita registrada por el escribano
Cristóbal de Luque en el Leg. 2,
f. 237 del Archivo de Protocolos Notariales de Montilla,
y en la citada escritura no se alude a la Vera Cruz.
[4]
Archivo de Protocolos Notariales de Montilla (APNM). Leg. 17, f. 345.
[5] APNM.
Leg. 17, f.
666.
[6] APNM.
Leg. 51, f.
24.
[7] APNM.
¿Leg. 52, f. 1234?. Véase en Crónica de Córdoba y sus Pueblos.
Córdoba, 2001. pp. 275 – 286.
[8]
Hernán García del Mármol, prioste; Diego Sánchez Cardador y Juan del Postigo,
alcaldes; Marín Fernández del Mármol y Alonso Doñoro, veedores; Bartolomé
García Baquero, albacea; Miguel Ruiz regidor y Martín García de Morales,
hermanos.
[9] APNM.
Leg. 135, f.
691.
[10]
LÓPEZ DE AYALA, Ignacio (Trad.): El
Sacrosanto y Ecuménico Concilio de Trento. Madrid, Imprenta Real, 1785.
Véanse también las Advertencias que
San Juan de Ávila hizo al concilio provincial de Toledo, donde insiste en que
se cumpla la normativa tridentina “De la veneración de los santos y de las
imágenes” en sus Obras Completas II, pág. 735. BAC, Madrid, 2001.
[11] ROJAS Y SANDOVAL,
Cristóbal: Synodo diocesana que el
ilustrísimo y reverendísimo señor Don Cristóbal…, s/f. Juan Bautista Escudero.
Córdoba, 1566.
[12] APNM. Leg. 22, ff. 150 – 152 v. A este inventario hace
referencia, aunque no lo desarrolla, E. Garramiola Prieto en la revista Nuestro Ambiente de mayo de 1992, en su
artículo “Mayo y la Vera
Cruz”, p. 20.
[13] En sus orígenes, las imágenes
marianas cotitulares de las cofradías de la Vera Cruz eran de
gloria, y dependiendo el tiempo litúrgico se adecuaban los colores de sus
vestiduras y se le colocaba o quitaba el Niño Jesús. Esta costumbre aún se
conserva en las vecinas localidades de Cabra y Aguilar de la Frontera.
viernes, 17 de febrero de 2012
CUARESMA, TIEMPO DE HONRAR AL SEÑOR DE ZACATECAS
viernes, 23 de diciembre de 2011
JUAN DE ÁVILA Y LA EXCELENCIA DE NUESTRO AYUNTAMIENTO
En los documentos y bibliografía
podemos encontrar la razón de muchas de las singularidades actuales de nuestra
ciudad. La herencia histórica que los montillanos atesoramos a través de los
siglos no sólo está materializada en el patrimonio artístico e histórico que
hoy disfrutamos. También existe un legado intangible que nos fue concedido en
tiempos pretéritos por las autoridades de otras épocas, que ejercían sistemas
de gobierno distintos a los actuales. No por ello, hoy día continuamos
utilizando estos títulos como derecho propio de ese legado histórico que a través
de los tiempos cada comunidad ha venido acopiando en los anales de su particular
pasado, y aunque la mayoría de las veces desconozcamos su origen y dimensión,
posiblemente sea la nota singular que la caracteriza del resto de sus
poblaciones vecinas.
En Montilla tenemos varios
ejemplos. Podemos citar, entre otros, el título de Ciudad, otorgado por el monarca Felipe IV el 21 de marzo de 1630, previa solicitud del Cabildo Municipal,
o los tratamientos de Muy Noble y Muy Leal, que también posee desde hace
siglos. Aunque, en esta ocasión nos vamos a referir a la dignidad de Excelencia que le fue concedida al Ayuntamiento
de Montilla a finales del siglo XIX. ¿Por qué es Excelentísima la Corporación Municipal?, ¿cuándo, cómo y quién
otorgó esta merced a la ciudad que hoy habitamos?
El título de Excelentísimo lo ostenta el Ayuntamiento montillano desde el día 8
de mayo de 1894, día en que la
Reina Regente, María Cristina de Austria, en nombre de su
hijo Alfonso XIII firmaba el Real Decreto que le presentaba el Ministro de la Gobernación, Alberto
Aguilera y Velasco[1]. Este nombramiento había
sido solicitado al Gobierno de la
Nación por la Real Sociedad Económica de Amigos del País de
Montilla en fechas anteriores a través de
Antonio Aguilar y Correa, Marqués de la
Vega de Armijo,
Diputado del Distrito que por entonces era también Presidente del
Congreso de los Diputados.
Aunque la fecha de su concesión no
es casual, ya que el Marqués de la
Vega de Armijo aceleró la solicitud de los montillanos ante
el Ministro de la
Gobernación, argumentando la reciente beatificación del
Maestro Juan de Ávila, así como las repercusiones que este nombramiento iba a tener
sobre Montilla[2], población que lo había
acogido durante los últimos años de su vida hasta el 10 de mayo de 1569 día en
que fallece, no sin antes haber declarado su deseo de reposar eternamente en el
templo jesuita de nuestra ciudad.
La noticia de la concesión Real
se difundió a través de la prensa nacional, como reseñaron el día siguiente a
la firma del Decreto los periódicos madrileños El imparcial, El Día y La
Correspondencia de
España, así como también el
barcelonés La Vanguardia.
El 15 de abril de 1894 el Maestro
Ávila había sido elevado a los altares por el pontífice León XIII en el
Vaticano, para tal ocasión se trasladaron hasta Roma más de siete mil
españoles, entre los que había varios montillanos. Tras conocer la noticia, las
activas autoridades locales junto con el vecindario crearon una “Comisión
Organizadora” el día 22 de abril, que estaba presidida por el arcipreste José
de los Ángeles y Salas y el alcalde Miguel Márquez del Real.
La beatificación del Venerable
Maestro Juan de Ávila fue celebrada en Montilla entre los días 10 y 12 de mayo
de 1894 con gran magnificencia. Durante los días previos a la misma, la Comisión Organizadora
se reunía a diario para componer las siete comisiones que se encargaron de preparar
el ornato extraordinario de la ciudad, las fiestas religiosas y populares, y el
envío de invitaciones y comunicaciones de los festejos a las autoridades
religiosas, civiles y militares de Andalucía, y muy especialmente al Duque de
Medinaceli y a la Familia
Real, que designó por R.O. de 28 de abril como Delegado Regio
a Francisco de Alvear y Ward, Conde de la Cortina.
La población fue bellamente
adornada bajo la dirección de José Morte Molina, especialmente los lugares
avilistas, las fachadas de la iglesia de San Francisco de Asís y la ermita de
Ntra. Sra. de la Paz,
como también, las calles San Juan de Dios y Corredera, en cuyos extremos se
colocaron dos arcos triunfales.
El, ya, Excelentísimo
Ayuntamiento se unió, en sesión de 28 de abril de 1894, “a los sentimientos de
entusiasmo que se han manifestado en este vecindario”, “sin tener en cuenta sus
apuros en el año que acabamos de atravesar, y el estado de sus arcas
completamente vacías” acordó destinar doscientas pesetas para limosna de pan
para los pobres, cambiar la nomenclatura
de las antiguas calles Tercia, Sotollón, y Torrecilla, por las nuevas rotulaciones
de Beato Juan de Ávila, San Francisco Solano y Gran Capitán respectivamente y,
asimismo autorizar a la Comisión Organizadora la colocación de una lápida
conmemorativa en la casa del Maestro Ávila[3].
Del mismo modo, el Conde de la Cortina, como Delegado
Regio, donó durante los días festivos “mil libras de pan a los pobres, ciento
veinte y cinco pesetas a cada uno de los conventos de señora Santa Clara, y de señora
Santa Ana, tres pesetas a cada uno de los enfermos del Hospital de
Beneficencia, y de los acogidos en el Asilo de ancianos de Ntra. Sra. de los
Dolores, y por último, una comida el día 10 para los presos de esta cárcel.”[4]
La inauguración y clausura de las
fiestas estuvo a cargo del clérigo montillano Miguel Riera de los Ángeles,
Arcipreste de la Catedral
de Sevilla, con una función religiosa en la Parroquia de Santiago.
Fueron tres jornadas festivas en Montilla, donde visitaron los restos de San
Juan de Ávila numerosas autoridades de todos los estamentos. Hubo grandes
funciones religiosas y procesiones, así como actividades teatrales, literarias,
musicales, corridas de toros y demás
animaciones populares en toda la ciudad.
Fueron, tres días inolvidables
para aquellos que las vivieron y participaron in situ, como fue el caso de José Morte Molina, que fue el
corresponsal de las mismas, enviando noticias de las celebraciones a varios
rotativos de tirada nacional, en los que relata el entusiasmo popular que los
montillanos habían mostrado con su asistencia a los actos, como también la
solemnidad de las funciones religiosas, que a pesar de estar amenazadas por los
anarquistas, que habían hecho circular el terror con el aviso de atentado de
bomba, se desarrollaron con la normalidad y brillantez que estaban previstas.
También ha llegado hasta nuestros
días la memoria que Dámaso Delgado López, cronista de la ciudad, tuvo el
acierto de escribir bajo el título: Crónica
de los festejos en Montilla por la Beatificación del V. Maestro Juan de Ávila y la Vida del mismo y su Proceso, que
fue impresa en el establecimiento tipográfico montillano “El Progreso” y
publicada el año siguiente. En sus 148 páginas, Dámaso Delgado incluyó, además
de una detallada recopilación de lo acontecido en aquellos días, un estudio
preliminar sobre el marquesado de Priego y Montilla, una biografía de Juan de
Ávila, un análisis histórico sobre el sepulcro del nuevo Beato y las distintas
aperturas que había tenido hasta esa fecha, una síntesis del Proceso del
Venerable Maestro además de una traducción del Decreto de Beatificación por
León XIII, una relación de los huéspedes más ilustres, y como epílogo, recopila
una selección de poesías que durante aquellas fiestas habían recitado los
mejores rapsodas la ciudad.
Con ocasión de la Beatificación del
Maestro Ávila el nombre de la ciudad de Montilla fue leído y conocido dentro y
fuera de nuestras fronteras. Los montillanos de finales del siglo XIX vieron en
aquel acontecimiento la oportunidad de dar a conocer su ciudad a los miles de
peregrinos que se acercaron hasta el sepulcro del Apóstol de Andalucía a venerar sus reliquias, conocer los lugares
avilistas y leer las obras de una de las mejores plumas ascetas y místicas
españolas del siglo en el que mejor se ha escrito en el idioma de Cervantes. Ahora,
112 años después, San Juan de Ávila vuelve a ofrecer su nombre, su casa, sus
obras, su santidad y su figura histórica y universal a los montillanos del
siglo XXI, esperemos que esta ocasión también favorezca la difusión y el desarrollo
de la ciudad que guarda celosamente sus restos, sus huellas y su memoria.
NOTAS
[1] Archivo Histórico
Municipal de Montilla (AHMM). Correspondencia. Caja 791-A. Exp. 6.
[2] DELGADO LÓPEZ, Dámaso: Crónica de los festejos en Montilla por la Beatificación del V.
Maestro Juan de Ávila y la Vida
del mismo y su Proceso. Montilla, 1895.
[3] AHMM. Actas Capitulares,
1894. Nº 191, fols. 61 y 62.
[4] DELGADO LÓPEZ. Op. Cit.
martes, 22 de noviembre de 2011
JOSÉ GRACIA BENÍTEZ. Un montillano testigo del infierno de Annual.
El pasado mes de septiembre dedicamos
nuestras páginas al malogrado teniente Francisco Gracia Benítez, muerto en
Marruecos en el Desastre de Annual.
No fue éste el único montillano que participó en aquella adversa campaña militar,
donde sucumbieron más de diez mil vidas españolas en apenas unos días de implacable
calor africano. Otro paisano nuestro fue José Gracia Benítez, hermano menor de
Francisco, que tuvo la fortuna de sobrevivir al infierno de Annual.
Dada la interesante documentación
escrita y gráfica que la familia Gracia me ha proporcionado, como anunciamos en
la última colaboración, en esta ocasión vamos a dedicar estas páginas a los
sucesos vividos por el joven oficial de infantería en Marruecos, dignos, en
algunos casos, de las mejores páginas de una novela histórica.
José Gracia Benítez, nace el 3 de
marzo de 1897, siendo bautizado cinco días después en la Parroquia de Santiago
con el nombre de “José Emérito Celedonio de los Sagrados Corazones” (Lib. 111, f. 374). Desde su
infancia toma como modelo a su hermano Francisco, tres años mayor que él, de
quien también adopta su vocación castrense. Ya finalizada su formación básica
en Montilla, el hijo menor de Francisco Gracia Malagón y Elena Benítez
Aguilar-Tablada obtiene plaza en la
Academia de Infantería de Toledo el 6 de agosto de 1915,
donde ingresa como alumno un mes más tarde. Después de superar los tres cursos
de cadete, alcanza el empleo de Alférez en julio de 1918.
El cadete José Gracia Benítez, en la Academia de Infantería de Toledo |
En su primer año de oficial es
destinado en el Regimiento de Infantería “Castilla”, con base en Badajoz, y en
el Regimiento de Infantería “Segovia”. En agosto de 1919 se integra en el
Regimiento de Infantería “África” nº 68, de guarnición en Melilla, ciudad a la
que llega el 30 de dicho mes para incorporarse a la 4ª Compañía del 3er
Batallón. A partir de entonces, José Gracia Benítez formará parte de distintas
columnas que serán organizadas por la Comandancia General
de la plaza africana, con el objetivo de ocupar y pacificar el territorio marroquí
de protectorado español, en virtud de los acuerdos internacionales rubricados
por España.
Según informa su brillante Hoja
de Servicios, entre los meses de septiembre de 1920 y julio del año siguiente,
el joven oficial de Infantería vive in
situ las operaciones militares (toma y control, servicios de seguridad y
defensa de convoyes, aguadas, caminos, ferrocarriles,
fortificaciones y avanzadillas) llevadas a cabo en las posesiones de San Juan
de las Minas, Ishafen, Nador, Monte Arruit, Arreyen-Lao, Zoco El T'latzal, Segangan, Kandusi, Batel,
Hamara, Tamasusin, Karra-Midar, Azru, Tafersit, Dar Drius, Bu Hafera, Axdir, Igueriben
e Izumar.
Fueron unos meses de jornadas interminables y marchas forzadas, en las
que la mayoría de estas plazas fueron ocupadas y pobladas pacíficamente por las
tropas españolas, aunque a partir de junio de 1921 comenzó la resistencia de
las tribus rifeñas. El día 14 de ese mes José Gracia obtiene su ascenso a
Teniente, y dos días después de estrenar la segunda estrella de seis puntas en
su uniforme recibe su bautismo de fuego,
en una escaramuza protagonizada en la
Loma de Árboles los insurgentes marroquíes sorprenden al
convoy español, que protegido por la Compañía del oficial montillano en repliegue
hacia Izumar, trasladaban a soldados fallecidos y heridos en combate.
Durante la segunda quincena de julio de 1921 se produce el conocido Desastre de Annual, hecho en el que
sucumbieron más de diez mil militares y civiles españoles, como ya nos referimos
en el trabajo anterior. Oficialmente, el teniente José Gracia Benítez está
desaparecido desde el día 22 de julio hasta que el 15 de octubre, fecha en que la Comandancia General
de Melilla comunica a su familia que se halla prisionero en una cabila de Axdir.
A partir de esta fecha, el teniente montillano inicia una irregular
correspondencia con sus familiares y con su paisano el, también,
teniente Federico Cabello de Alba Martínez, destinado en Melilla, donde les
narra lo acaecido durante los días del Desastre
y su posterior cautiverio. Una vez liberado, en febrero de 1923 concede dos entrevistas,
a la revista local Montilla Agraria y
al periódico provincial Diario de Córdoba.
A través del epistolario inédito, conformado por una treintena de misivas,
y las entrevistas publicadas por la prensa, podemos reconstruir la dantesca
etapa de que hubo de soportar el teniente José Gracia desde el asedio de Annual
y la posterior evacuación hasta llegar a Monte Arruit, así como el sitio y
rendición de aquella plaza después de agotar los víveres y el armamento, hecho que
desencadenó para los pocos supervivientes de aquella tragedia la prisión y
hacinamiento en cabilas durante más de dieciocho meses hasta su rescate.
Aunque, en la mayoría de las cartas el teniente Gracia elude contar los
hechos vividos a su familia para restarles sufrimiento, y sólo se limita a
comunicar su buen estado de salud y pedir el envío de productos básicos para
subsistir, en una extensa carta confidencial dirigida a su hermano Antonio relata
el terrible testimonio de los sucesos acontecidos durante las infernales jornadas
de julio y agosto en el abrupto territorio del Rif, a las que recuerda con
“grandísima impresión y a algunas de las escenas que tengo en mente y no las
olvidaré mientras viva”.
El día 22 de julio José Gracia Benítez se encuentra destinado en Annual.
La vecina población de Igueriben había caído en manos rifeñas tras cinco días
de resistencia, por lo que el mando ordena la evacuación de Annual hasta Dar
Drius, lugar más seguro y cercano a Melilla, ante el inminente asedio de la
insurgencia liderada por Abd el-Krim. En el transcurso de aquella retirada el
acoso de los rifeños sumado a la traición de la policía indígena, convierte el repliegue
en una desbandada, que a su vez desemboca en una auténtica carnicería, como lo
describe Gracia: “huyeron y en su desenfrenada carrera pasaron por encima de
nosotros siendo muchos los que quedaron en el campo atropellados por sus
caballos siendo imposible recogerlos ni atender sus desconsoladores gritos al
verse heridos y abandonados para caer en manos de los enemigos que los
martirizaban horriblemente rematándoles a pedradas, todo eran voces de socorro
que nadie atendía por que todos necesitábamos de él, las balas llovían por
todas partes y en este horrible drama, le iba llegando la hora todos,
únicamente algunos haciendo un supremo esfuerzo seguimos adelante sufriendo más
que los que tenían la suerte de que bala les cortase la existencia”.
José Gracia cae herido y es traslado al
hospital de Batel, donde obtiene la baja médica y su traslado a Melilla. Pero
llega la noticia de la desesperada situación en que se encuentra el
destacamento de Monte Arruit y el teniente montillano no lo duda, se suma a una columna
al mando del General Felipe Navarro que parte la para la asediada plaza,
desestimando su evacuación a Melilla. Durante la marcha, paran en Tistutin
donde nuevamente repelen una emboscada de las harcas rebeldes.
El día 23 llegan a Monte Arruit, plaza que resistía gracias a los heroicos
episodios que habían escrito, con su sangre, los jinetes del Regimiento de
Caballería Alcántara.
Apenas unas horas después de llegar al recinto de Arruit, la plaza era rodeada
y atacada por las harcas rifeñas. Los prometidos refuerzos nunca llegaron, y
las municiones y aprovisionamientos menguaban conforme pasaban las horas. El
agua, salobre, había que conseguirla fuera del parapeto en un arroyo cercano,
por la noche se organizaban aguadas que costaban demasiadas bajas, “hasta el
punto de que un día salimos tres guerrillas, una de las cuales mandaba yo, y
los moros atrincherados en el río nos hizo una serie de descargas de granadas
de mano y de fusilería, y de 31 hombres que llevaba sólo me quedé con 10”, escribe Gracia. Era tal sed
de los soldados que “algunos, sin poder resistirse, metieron dentro la cabeza y
tanto quisieron tomar que luego sin poder levantarse quedaron allí para
siempre”.
Los hermanos José y Francisco Gracia Benítez en Melilla |
Las tropas españolas sitiadas en Monte Arruit resistieron hasta el 9 de agosto, día en que se agotaron las municiones y los víveres, después de haberse alimentado de la carne de los caballos, mulos y burros. Durante aquellos dieciocho días infernales, donde solían morir más de cincuenta hombres cada jornada, José Gracia fue nuevamente herido en el transcurso de un ataque enemigo, cuando “una granada cayó en la parte que yo estaba y me hirió en una pierna y en la cabeza, mató a tres soldados e hirió a doce más y a todos nos sacaron de entre los escombros pues fue grandísima la cantidad de piedras que nos cayó encima”, entonces fue trasladado a la enfermería, “un barracón bastante amplio, al que llamaban así por tener allí los heridos, pero no existía ningún medicamento y ni siquiera agua para lavar los heridos”.
Así hasta el día 9, fecha en que el General Navarro se ve obligado a negociar
la rendición de la plaza. Tras acordar el desarme y el respeto a la vida de los
soldados españoles, una vez entregado el armamento las harcas rifeñas –obviando
lo pactado– acribillan a la mayoría de la tropa, respetando sólo la vida de algunos
de los oficiales, en los que vieron un sustancioso botín a cambio de su liberación.
La resistencia numantina
protagonizada por el ejército español en Monte Arruit evitó el avance de las
harcas de Abd el-Krim, cuyo objetivo final era la invasión de Melilla, ciudad que durante aquellos días fue
guarnecida con tropas llegadas de Ceuta y la península.
Gracia Benítez fue hecho prisionero y conducido descalzo hasta una
cabila, donde permanece 15 días, en los que “me bautizaron poniéndome Mesau y a
los tres días me querían casar con una mora”. Tras conocer aquella –cómica– situación, los cabecillas rifeños le trasladan
a otra cabila en Axdir, donde pasó su cautiverio en una situación infrahumana soportando
todo tipo de vejaciones, hasta que fue liberado junto al resto de españoles el
28 de enero de 1923, previo pago del rescate por parte del Estado Español.
Una vez en la península, llega a Montilla los primeros días de febrero,
donde disfruta de varios meses de permiso junto a su familia. Durante ese tiempo,
solicita su ingreso en el instituto de la Guardia Civil, que
obtiene el 6 de diciembre de ese año, donde desarrollará el resto de su carrera
militar. En el plano personal, se desposa con Mª Soledad Naranjo López el 20 de
agosto de 1925, de cuyo matrimonio nacen sus ocho hijos: Francisco, Soledad,
José María, Elena, Rafael, María de la Cabeza, Amparo y Dolores.
Ostentando ya el empleo de Coronel, pasa a la reserva en 1961. Como
aparece en su haber curricular de su Hoja de Servicios, le fueron concedidas: la Medalla Militar de Marruecos
con pasador Melilla (1920), la
Cruz de 1ª clase del Mérito Militar con distintivo rojo
(1921), la Cruz
del Mérito Militar con distintivo rojo (1925), la Medalla de sufrimientos
por la Patria
y la Medalla
de la Paz de Marruecos
(1928), la Medalla
de la Campañas
con el pasador de Marruecos (1933), la
Cruz de la Orden Militar
de San Hermenegildo (1937), la Cruz Roja y
Medalla de la Campaña
(1940) y la Placa
de la Real y
Militar Orden de San Hermenegildo (1944).
José Gracia Benítez fallece el 9 de enero de 1984 en su casa de la calle
Puerta de Aguilar, no sin antes haberse labrado en su etapa de empresario la fundación
de la Fábrica
de Aceites “El Carril” y de las Bodegas “Gracia”, cuyo patio principal está rotulado con su nombre, y donde duermen las soleras del amontillado Montearruit, cuyos cálidos aromas aún
evocan el recuerdo de una gesta marginada por la frágil memoria española.
Nota: Agradezco, nuevamente, a Rafael Gracia Naranjo y a Lucía Gracia
Madrid-Salvador su ayuda, sin la cual no hubiera sido posible la publicación de
este trabajo.
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