Una de las etapas más oscuras de
la historia de la Semana
Santa es el origen de las cofradías pasionistas. La mayoría
de los historiadores coinciden en fijar en los últimos años del siglo XV o primeros
del XVI el periodo de tiempo en el que ubicar los comienzos de este fenómeno
social ocurrido en España. Este proceso se dificulta cuando nos referimos a entornos
concretos, como son las poblaciones, donde inciden factores que pueden
adelantar –o todo lo contrario– la llegada de esta expresión pública de fe. Por
ello, vamos a tratar de responder las típicas preguntas que rodean el ambiente
cofrade, cuando la tertulia de historia centra su atención entre los
interesados en la materia. Hay que descender hasta las raíces de la cofradía
montillana de la Vera Cruz, que
es quien protagoniza desde los primeros tiempos la práctica colectiva y pública
de la penitencia alrededor de una imagen de Cristo Crucificado en la noche del
Jueves Santo.
Los
inicios de las cofradías de la Vera Cruz en España
El uso de la disciplina
flagelante ya se practicaba en Europa durante la baja Edad Media. En España fue
propagada por el dominico valenciano San Vicente Ferrer (1350 – 1419) al que,
en su peregrinar, le acompañaba una multitud de seguidores azotándose la
espalda como modo de redención de sus pecados, a imagen y semejanza del castigo
que Cristo recibió atado a la columna en el preludio de su crucifixión y muerte.
A pesar de ser perseguido por el pontífice Clemente VI, el flagelo continuó
siendo utilizado y, posteriormente, extendido por los franciscanos, quienes lo transmitieron
a los legos y pueblo en general, que imitaba así de los frailes el camino hacia
la misericordia divina[1].
Estos grupos, cada vez más
numerosos, se fueron constituyendo en hermandades que, durante todo el año mantenían
el culto a una imagen de Cristo Crucificado e igualmente a la Virgen María, siendo
en Semana Santa cuando organizaban las públicas “procesiones de sangre” por las
calles de la localidad. Con el correr del tiempo, el número de disciplinantes
se fue incrementando y se comenzaron a constituir en cofradías bajo la devoción
particular de la Santa Vera
Cruz o de la Sangre
de Cristo, que serían el arquetipo de las llamadas cofradías de sangre o penitenciales y, por consiguiente, el germen
del fenómeno cofradiero en Semana Santa.
El proceso de implantación de
cofradías penitenciales fue más temprano en las poblaciones donde existía un convento
franciscano y su arraigo más notorio. La Orden Franciscana
llega a Montilla en 1507 por voluntad y patrocinio del I Marqués de Priego,
Pedro Fernández de Córdoba y Pacheco, siendo ésta la primera en establecerse en
la que fuera villa cabecera de su señorío. En la diócesis de Córdoba, salvo en
la capital que ya existe en 1538, las primeras cofradías cruceras se comienzan
a establecer en los años centrales del siglo XVI[2], época
más que probable que fuese fundada en Montilla[3].
Procesión de flagelantes |
Primeras
noticias de la Vera Cruz montillana
Aunque a día de hoy no hemos hallado
un documento que registre la fecha de la fundación de la cofradía montillana,
tenemos noticia de su existencia ya en 1558, manifestada a través de dos escrituras
notariales en el oficio del escribano Jerónimo Pérez, que traslucen la plena
actividad de la primitiva corporación pasionista. La primera de estas, fechada
el 4 de mayo, trata de la obligación que se hizo el vecino Gonzalo García de
Baena de una deuda que su familiar tenía contraída con la Cofradía, en la que se
hace cargo de “doce reales que montan cuatrocientos y ocho maravedíes de la
moneda usual […] por razón que los ha de pagar por Sebastián Trompeta vecino de
esta villa que los debía a la dicha cofradía y él se obliga por ellos haciendo
deuda ajena suya propia”[4].
La segunda, registrada por el
mismo escribano, es similar a la anterior. Data del día 13 de agosto, en que
Alonso Sánchez de Toro el viejo se presenta como depositario de una suma de
dinero que su hijo Martín de Toro debía a la cofradía, cantidad que se obliga ante
notario a pagar a la Vera Cruz a corto plazo[5].
Igualmente, hemos localizado
varias donaciones a las imágenes de la cofradía, que se veneraban en su ermita
homónima. Ante el escribano Andrés Baptista testaba el 26 de marzo de 1562
María Ruiz, mujer de Pedro Sánchez Rabadán, quien donaba “a la imajen de
Nuestra Señora que está en la Santa Vera
Cruz desta dicha villa un volante que tengo con un rostro de oro”[6]. Otra
donación de cierta entidad fue enviada a la cofradía en 1564 por Diego de
Campos, hijo de Rui Díaz de Cazorla, quien legaba mil maravedíes[7].
Asimismo, existe otra escritura fechada
el 31 de agosto de 1567 y levantada en cabildo celebrado en la Parroquia de
Santiago, que trata sobre un acuerdo al que llega Francisco Fernández de Gálvez
con los representantes oficiales de la Cofradía[8],
cuyas casas colindaban. El documento notarial relata con precisión los hechos
acaecidos a raíz de unas obras que la cofradía lleva a cabo en su casa
–posiblemente haciendo alusión a la ermita–, de las que se ve afectada la
vivienda vecina por una canal maestra de evacuación de aguas que existe en la pared
medianera de dichas edificaciones. Según recoge el escribano, cuando la cofradía se
hallaba en pleno proceso de las citadas reformas en su casa, el vecino
Fernández de Gálvez denuncia la obra que es paralizada por la autoridad, hasta
que se llega a un convenio entre ambas partes que evita presentar el caso ante
la justicia. Finalmente, las partes conciertan la redacción ante notario de varias
cláusulas a respetar y cumplir entre todos, y la obra prosigue hasta su término[9].
A pesar de no hacer referencia a
la adquisición de la casa (o ermita), ni a los años que llevaba ocupándola
dicha cofradía, este documento denota la vitalidad que la Vera Cruz tenía en estos
años, pues ya contaba entre su patrimonio con bienes inmuebles propios, de lo
cual se puede deducir con cierta firmeza que llevaba funcionando como
corporación religiosa varios lustros.
Dibujo realizado por Juan Camacho para el alzado del Alhorí en 1723. En el ángulo inferior izquierdo se aprecia la desaparecida ermita de la Santa Vera Cruz |
De Trento
a Córdoba, pasando por Toledo
Durante estos años iba a tener
lugar uno de los episodios más importantes que la Iglesia Católica ha
experimentado en su devenir. Nos referimos a la celebración del Concilio de Trento (1545 – 1563), de donde resultaron
las normas que iban reformar a la institución fundada por Jesucristo. Entre
otras muchas, en este congreso eclesiástico quedó aprobada la nueva regulación
de las fundaciones religiosas y del culto a las imágenes sagradas, básicamente en
los capítulos octavo y noveno de la Sesión XII, celebrada el 1 de septiembre de 1551,
de cuyo resultado se implantó la obligación a los “Ordinarios del lugar” de
supervisar anualmente la administración y contabilidad de Obras Pías,
Hospitales y Cofradías. Del mismo modo, en la Sesión XXV –última del concilio–
celebrada en los días 3 y 4 de diciembre de 1563, se trató sobre el correcto
uso y culto de las imágenes y reliquias, refrendando así la postura oficial tomada
por la Iglesia
sobre esta cuestión siglos atrás, en el II Concilio de Nicea celebrado en el
año 787[10].
Para hacer llegar y cumplir a
todo el catolicismo las disposiciones reformistas aprobadas en Trento, el
Pontífice ordenó que se celebrasen concilios provinciales y, posteriormente,
sínodos diocesanos. En los años siguientes (1565 y 1566) tuvo lugar el Concilio
provincial de Toledo, que presidido por el obispo de Córdoba, Cristóbal de
Rojas y Sandoval –por estar la sede metropolitana vacante y ser éste el mitrado
más antiguo–, hizo especial hincapié en la nueva normativa del culto público a
las imágenes. Nada más finalizar el Concilio provincial de Toledo el obispo
Rojas convocó un Sínodo en su diócesis cordobesa, donde se transfirieron todas
las disposiciones a los vicarios de las poblaciones, entre las que se
imprimieron las siguientes ordenanzas referentes a las imágenes y cofrades:
“Porque de estar las imágenes que tienen las
cofradías en las casas de los Priostes, y Mayordomos dellas, y de otras
personas seglares, no están con la veneración y decencia que conviene, de que
sea seguido y sigue algunos daños e inconvenientes; proveyendo en ello de
remedio mandamos que de aquí adelante las tales imágenes siempre estén en las
iglesias, donde las tales cofradías estuvieren instituidas, y no sean sacadas
dellas, si no fuere para las llevar en las procesiones que se hizieren, y que
en los lugares donde lo tal acaeciere, el Vicario haga traer a las iglesias las
tales imágenes y proceda sobre ello por todo rigor y censuras hasta que se
cumpla”. En representación de la iglesia montillana asistió el vicario y
maestro Hernando Gaitán quien juró, junto con los demás eclesiásticos, ante el
obispo “conforme al dicho capítulo que harían bien y fielmente su oficio, y que
no excederán, ni dejarán de hacerlo por odio, favor, amor, interés, ni otro
respeto humano”[11].
También, dentro del nuevo orden
interno al que se pretendía conducir a la institución católica, el concilio estableció
la realización de visitas generales anualmente, en las que se tomara cuenta del
patrimonio de las obras pías, cofradías y hospitales, a los administradores y
hermanos mayores, y estas quedaran registradas en libros de cabildo y cuentas que
dichos responsables estaban obligados a presentar en la visita general al
obispo o provisor autorizado al efecto.
Un
inventario de 1567
La cofradía de la
Vera Cruz montillana no fue ajena a todas
estas reformas tridentinas. El mismo vicario Gaitán, como patrón de la misma,
junto con el hermano mayor Fernán García del Mármol y el notable artífice
Guillermo de la Orta
–que actuó como testigo– entre otros vecinos, realizaron un riguroso inventario[12] que
quedó recopilado por el escribano público Jerónimo Pérez el 16 de junio de
1567, documento que ha llegado hasta nuestros días y que, hasta la fecha, es el
mejor exponente manuscrito que ilustra la realidad la ermita y cofradía de la Vera Cruz en los años
centrales del siglo XVI.
El documento en sí es una gran
aportación histórica, ya que nos permite recrear la vida y funcionamiento de
esta cofradía penitencial en plena contrarreforma católica. El minucioso
inventario lo hemos ordenado en varios grupos de bienes, y aunque no hemos
respetado su forma original si lo hemos hecho con su fondo, para facilitar
su lectura, donde comenzamos recopilando
las imágenes de culto: “Un crucifixo grande puesto en una cruz leonada que suele
estar y está en el altar / Una imagen de Nuestra Señora con un niño Jesús en
los brazos”[13] como también los útiles
para las procesiones: “Unas andas con un calvario en que sacan el dicho
crucifixo / Unas andas negras en que sacan la dicha ymagen / Un cobertor para
ellas de paño negro / Un velo de red que está [debajo] del crucifixo en el
altar mayor / Ocho horquillas coloradas”.
Igualmente encontramos anotados
los enseres del guión procesional: “Una cruz grande y en ella pintado un
crucifixo y puestas las ynsignias de la pasión / Una cruz que es pequeña
torneada / Una manga de carmesí con una guarnición de raso amarillo / Otra
manga de terciopelo negro con dos escudos de las cinco plagas, es de raso
blanco y dos cruces y otras dos bordadas de raso amarillo / Otra manga de raso
carmesí con una guarnición de raso verde / [Caja] y varas coloradas con sus
cruces verdes / Dos aros para las cruces / Ocho bacines de madera / Un cajón
nuevo que está en la yglesia de Sr. Santiago en que está la cera y paños.”
La imagen de la Virgen –que poco
tiempo después es designada bajo la advocación del Socorro– contaba con un
considerable ornato textil, por lo que deducimos que su hechura era de
candelero, y como es propio de aquellos tiempos, sus vestiduras cambiaban a la
par que los colores de la liturgia, aunque hay que resaltar que en el
inventario predominan el verde –color propio de la cofradía– y el negro,
correspondiente al luto, tan presente en las hermandades cuyo titular es Cristo
muerto.
Este era el ajuar de la Madre de
Dios: “El vestido de la ymagen y un manto de tafetán negro / Más una sobrerropa
de grana con guarnición de terciopelo negro / Una basquiña de fustán colorada /
Un faldellín e paño blanco / Unas mangas de raso morado / Una delantera de raso
carmesí guarnecida de una telilla de coro / Unos querpezuelos nuevos de raso
carmesí / Otros corpezuelos de raso blanco / Una sobrerropa de tafetán sencilla
encarnado / Un monjil de anascote / Una toca de volante con su rostro de oro / Una
toca de espumilla con su rostro de seda blanca / Otra toca de volante / Otra
toca de seda cruda amarilla / Una toca de […] / Otra de […] / Una cadena de
libro / Un apretador de coro asentado sobre una […] / Un ceñidor de seda
torcida con los cabos redondos / Tres [horqueras] de naval con sus enagüillas /
Una cofia con quartas de coro / Otra llana / Una camisa guarnecida de hilo de coro / Otra
camisa vieja / Otra de seda cruda con un rostro de seda blanca.”
Asimismo el registro de bienes,
recopila los vasos sagrados, libros y ornamentos que la cofradía poseía para el
uso del sacerdote en el culto divino: “Un cáliz la copa dorada y en medio seis
esmaltes azules y en el pie cuatro cruces, una patena con una cruz dorada en
medio y en el sello un león, es todo de plata / Un crucifixo de tres quartas de
largo que está en una cruz verde / Una cruz de otras tres quartas de largo
dorada / Un par de vinajeras / Una casulla de grana con cenefas de terciopelo
carmesí / Otra casulla de lienzo y de cenefa y una faja labrada de sirgo
carmesí / Otra casulla de lienzo y por cenefa dos tirillas de tafetán colorado /
Otra casulla de lienzo y la cenefa de sirgo negro / Un alba de lienzo tiradizo
con faldones y bocamangas de raso morado / Otra alba de tiradizo con faldones y
bocamangas de tafetán colorado / Tres amitos de lienzo tiradizo / Una estola y
un manípulo de raso morado / Otra estola y manípulo de raso encarnado / Una
palia de naval con una cruz de verde labrada de verde y colorado y azul y
alrededor una cinta colorada / Otra palia de naval con una cruz de una cinta
colorada y alrededor una guarnición de sirgo colorada / Una toalla de naval de
vara y tres de largo guarnecida de sirgo pardo e colorado / Otra toalla de vara
y quarta de largo con guarnición verde y colorada / Otra toalla de otra vara y
quarta de largo guarnecida con una tira morisca de seda colorada e dos bandas
en medio de la misma guarnición / Otra de medianillo labrado de sirgo colorado
de siete cuartas / Tres cintas para ceñirse el sacerdote / Unos corporales con
quatro cruces en las esquinas de sirgo azul / Otros corporales de holanda con
una franjita blanca / Otra palia de naval con una cruz de cinta morisca labrada
de sirgo colorado e azul / Otra de raso blanco con un cruz de raso amarillo / Dos
hijuelas de holanda / Una sabanilla para los corporales de naval / Otra
sabanilla de naval / Dos capillos del cáliz, son tres / Seis pañuelos para el
altar / Un ara con las palabras de la consagración, es pergamino, y un misal
cordobés / Una cama de anjeo teñida negro que tiene un velo e tres paños que se
cuelga para poner el monumento / Una campanilla para alzar y otra más pequeña /
Otras dos campanillas / Dos candeleros de latón”.
De igual modo, también quedan
recopilados los paños que recubren los altares del Cristo Crucificado, que es el
mayor, y el de la Virgen: “Unos manteles de quatro varas de largo de lino / Otros
manteles de lino de quatro varas e media viejos / Otros manteles así moriscos
de dos varas e media de largo y vara y media de ancho / Un anjeo sobre el altar
mayor de lienzo con sus caídas / Otro anjeo pequeño que está sobre el altar de
Nuestra Señora de lienzo / Un velo de red que está debajo del crucifixo en el
altar mayor / Cuatro frontales viejos”.
Pintura en óleo sobre lienzo del Cristo de la Vera Cruz de Puente Genil, donde se puede ver tras de sí una "procesión de sangre" con los disciplinantes en la tarde del Jueves Santo. |
Uno de los fines sociales más
importantes de todas las cofradías, era dar sepultura a sus hermanos y devotos,
y para ello la Vera Cruz
ya contaba con: “Una tumba / Un paño de terciopelo con una cruz colorada que va
sobre el lecho / Otro paño de paño negro que va sobre los difuntos / Un lecho
en que llevan los difuntos”.
Para su funcionamiento diario la
ermita estaba equipada con: “Una campana grande con su lengua / Un estadal en
la pila / Un arca grande con un cajón de dos cerraduras / Un cajón de vara e
tercia de largo e tres quartas de ancho en que se ponen las mangas / Otra arca
que tiene quatro pies / Otra arca con un cajón dentro / Una caldereta vieja / Una
mesa de torno / Otra mesa con su banco que está en la yglesia de Sr. Santiago e
otra parte de ella / Un banco de tres varas de largo de pino e otra que está en
la dicha iglesia / Una sobremesa de paño verde / Un banco de dos varas e quarta
/ Otro como el dicho / Dos esteras de dos bancos de la iglesia / Otra estera / Una
lámpara con su bacía / Un martillo de hierro”.
Como podemos ver en este
inventario, que hemos trascrito prácticamente en su integridad, y demás
documentos inéditos que sacamos a la luz, la cofradía de la Vera Cruz estaba
totalmente integrada en la sociedad montillana, y contaba con un considerable
patrimonio propio desde fechas muy tempranas, cuyos bienes descritos aún recuerdan
la presencia árabe en la península, haciendo alusión a los tejidos moriscos, y
otros tantos patronímicos que en la actualidad apenas se utilizan.
Para finalizar, sólo queda apuntar
que este artículo se ha nutrido de manuscritos cuyas noticias datan solamente
de una década (1558 – 1567) con la pretensión de iniciar un Memorial de
documentos que ilumine las tinieblas historiográficas que durante los últimos
tiempos han circundado a la cofradía montillana de la Santa Vera Cruz.
NOTAS
[1] SÁNCHEZ HERRERO, José: Las cofradías de Sevilla. Historia,
Antropología, Arte. pp. 9 – 34. Los
comienzos.
[2]
ARANDA DONCEL, Juan: Las cofradías de la
Vera Cruz en la diócesis de Córdoba durante
los siglos XVI al XVIII, pp. 615 – 640. Actas del I Congreso Internacional
de Cofradías de la Santa Vera
Cruz. Sevilla, 1992.
[3] Según
cita el historiador del siglo XVIII Francisco de Borja Lorenzo Muñoz en su
manuscrita Historia de Montilla, el
Juez de composiciones Pedro Cabrera visitó la ermita de la Vera Cruz en 1535, fecha
que han dado por buena los sucesivos historiadores y cronistas que han tratado
este tema. Nosotros hemos consultado esta Visita registrada por el escribano
Cristóbal de Luque en el Leg. 2,
f. 237 del Archivo de Protocolos Notariales de Montilla,
y en la citada escritura no se alude a la Vera Cruz.
[4]
Archivo de Protocolos Notariales de Montilla (APNM). Leg. 17, f. 345.
[5] APNM.
Leg. 17, f.
666.
[6] APNM.
Leg. 51, f.
24.
[7] APNM.
¿Leg. 52, f. 1234?. Véase en Crónica de Córdoba y sus Pueblos.
Córdoba, 2001. pp. 275 – 286.
[8]
Hernán García del Mármol, prioste; Diego Sánchez Cardador y Juan del Postigo,
alcaldes; Marín Fernández del Mármol y Alonso Doñoro, veedores; Bartolomé
García Baquero, albacea; Miguel Ruiz regidor y Martín García de Morales,
hermanos.
[9] APNM.
Leg. 135, f.
691.
[10]
LÓPEZ DE AYALA, Ignacio (Trad.): El
Sacrosanto y Ecuménico Concilio de Trento. Madrid, Imprenta Real, 1785.
Véanse también las Advertencias que
San Juan de Ávila hizo al concilio provincial de Toledo, donde insiste en que
se cumpla la normativa tridentina “De la veneración de los santos y de las
imágenes” en sus Obras Completas II, pág. 735. BAC, Madrid, 2001.
[11] ROJAS Y SANDOVAL,
Cristóbal: Synodo diocesana que el
ilustrísimo y reverendísimo señor Don Cristóbal…, s/f. Juan Bautista Escudero.
Córdoba, 1566.
[12] APNM. Leg. 22, ff. 150 – 152 v. A este inventario hace
referencia, aunque no lo desarrolla, E. Garramiola Prieto en la revista Nuestro Ambiente de mayo de 1992, en su
artículo “Mayo y la Vera
Cruz”, p. 20.
[13] En sus orígenes, las imágenes
marianas cotitulares de las cofradías de la Vera Cruz eran de
gloria, y dependiendo el tiempo litúrgico se adecuaban los colores de sus
vestiduras y se le colocaba o quitaba el Niño Jesús. Esta costumbre aún se
conserva en las vecinas localidades de Cabra y Aguilar de la Frontera.
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