La última década del siglo XX resultó ser para
la religiosidad popular montillana una verdadera revolución. Nuevas hermandades
introdujeron en nuestra ciudad un soplo de aire fresco en el vetusto mundo
cofrade local, cuyo espejo fue la sin par ciudad de Sevilla. Para muchos todo
era novedoso, porque todo partía de la imaginación de una prole de cofrades
deseosos de estrenar una mayoría de edad que les permitiera dar un nuevo significado
a la añeja Semana Santa de su tierra natal.
María Stma. de la Encarnación, obra de Antonio Bernal, 1994. |
Aquel insólito fervor hizo recalar en Montilla iniciativas que colmaron el ambiente cuaresmal de cultos y actividades que no tenían precedente. Las cofradías, poco a poco, se iban haciendo de un ajuar sacro cuyo punto de partida era la hechura de las que iban a ser en adelante sus imágenes titulares. Y esta hermandad no pudo elegir mejor, apostando por un joven Antonio Bernal que ya despuntaba en Córdoba.
Otro
de los grandes aciertos que la bisoña corporación tuvo fue la de escuchar los
sabios consejos de sus consiliarios, los sacerdotes Juan Valdés Sancho y
Cristóbal Gómez Garrido, cuya pasión cofrade no podían ocultar.
Comenzaba
la hermandad su andadura en 1993, aunque será en los años siguientes cuando
apuntalen su existencia vital una vez fuese realidad tangible la
veneración a sus «amantísimos» titulares, que vendrían a representar el trance
evangélico en que Cristo muerto es desclavado y descendido de la Cruz, ante la
rota presencia de su madre la Virgen María.
Quien escribe estas
líneas, sin saberlo, se iba a convertir en testigo privilegiado de uno de aquellos
episodios iniciales que se hallarán impresos en la memoria de los hermanos
fundadores. Corrían los días otoñales
de 1994 cuando una tarde me acerqué hasta el hogar de Cristóbal Gómez para
empaparme de su infinita sabiduría. Aquella casa era muchas cosas además de
vivienda familiar: confesionario, consultorio histórico, lugar de encuentro, sede
de tertulias cofrades, etc… pero sobre todo era un hospital sacro, con su
taller-enfermería, donde aquel virtuoso sacerdote sacaba el artista innato que
escondía para restaurar a cuantas obras religiosas arribaban a sus aposentos.
Y como tal, aquel edificio
no podía estar mejor situado en el callejero montillano, pues –como es sabido– configura
la esquina de dos calles que la ciudad dedicó siglos atrás a santos enfermeros,
San Luis de Tolosa y San Juan de Dios. Nada escapa a la providencia divina,
porque aquel refugio de iconos religiosos heridos por el paso del tiempo que
esperaban pacientes ser sanados por las manos de Cristóbal se iba a convertir
en la primera «posada» montillana donde se hospedara la nueva imagen mariana de
la hermandad jesuítica, hasta la llegada del día de su bendición.
Como
era costumbre aquel sacerdote recibía las visitas en una sala que había a la
derecha cuya ventana se abría a la citada calle San Juan de Dios. Allí, nos
hallábamos cuando, echada ya la noche, de repente alguien llama a la puerta. El
sacerdote se encamina hacia el zaguán. Al punto, una voz grave prorrumpió:
–Padre Cristóbal, buenas noches, ya estamos aquí.
Entraron
varios hombres que portaban un cuerpo envuelto en sábanas blancas. Él les
indicó la sala donde habían de colocarlo, una habitación que estaba a mano
izquierda de la entrada, junto a la escalera. Me acerqué para intentar ayudar,
pero pronto me percaté de que no era necesario.
Una
vez retiradas las telas apareció la bella silueta de una Virgen dolorosa. El
rostro de aquellos cofrades lo decía todo, invadía el ambiente de aquella
recoleta estancia la emoción contenida de un júbilo interior que atestiguaban
sus brillosas pupilas. Para romper el silencio, el hermano mayor agradecía al
consiliario su hospitalidad y todos coincidían en la excelencia artística y calidad
humana del autor de la obra.
En
aquel momento comprendí que había llegado a Montilla una nueva interpretación
en la iconografía dolorosa de la Madre de Dios, un soplo de aire fresco que habría
de ser el punto de inflexión en el panorama cofrade de la ciudad. María
Santísima de la Encarnación, una inspirada creación de sublime expresividad
barroca que aquella primera noche atraparía todas las miradas de quienes allí
nos citó la providencia, una imagen «llena de gracia» que estaba llamada a
cautivar los corazones de muchos cristianos. Desde entonces, el mío es uno de
ellos.
* Artículo publicado en la revista Cruz de Guía, marzo 2017.
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