Semilla de la fe de la vieja Europa y fruto del arte colonial de Nueva España.
Tan antiguo como prácticamente
desconocido es este capítulo de la historia espiritual y artística –fruto de
aquella lejana epopeya que se marcaran los monarcas hispanos– de cristianizar
las tierras descubiertas allende los
mares. El encuentro de dos mundos produjo el mestizaje de culturas muy
dispares, y de esa insólita fusión nace la imaginería cristífera en caña de
maíz, tan apreciada y venerada por sus contemporáneos y tan olvidada por los
historiadores del arte, que ya merece ocupar ineludiblemente el lugar que este
hecho –sin precedentes– le corresponde en las páginas de los libros dedicados a
estas materias.
Descubrimiento,
conquista y evangelización de las Indias
A finales del siglo XV el viejo
mundo cerraba las puertas al medievo para abrir nuevos horizontes a la
modernidad. La
península Ibérica experimentará una serie de cambios que
supondrán el nacimiento de la nación española , advenido a raíz del matrimonio
entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón en 1469. Esta unión conllevará el
inicio del Siglo de Oro hispánico,
que se fortalecerá en 1492 con el final de la reconquista y el descubrimiento
de un Nuevo Mundo.
El siglo XVI estará marcado por
la evangelización, conquista y colonización de las denominadas Indias Occidentales, cuyos cánones serán acordados entre España y
Portugal en Tordesillas, y rubricados en cinco bulas por el pontífice Alejandro VI.
Tras dos años de exploraciones
por los litorales de las Antillas, la Armada Española
comienza el reconocimiento y conquista de México en 1519. Las incursiones en
tierra firme fueron dirigidas por el
estratega Hernán Cortés, que desembarca en sus costas el 21 de abril de ese
mismo año, Jueves Santo, y funda la Villa Rica de Vera Cruz, siendo la primera ciudad
erigida por españoles en mesoamérica. En el transcurso de los años siguientes,
el militar castellano dominará –gracias a alianzas y épicas batallas– las
diferentes culturas, para, posteriormente otros embajadores continuar con las conquistas
hacia el norte y sur americano.
En 1535 la Corona crea el Virreinato
de Nueva España, órgano político, jurídico y administrativo que vertebra y gestiona
las tierras exploradas y tomadas hasta entonces. A partir de estas fechas comienza
la colonización y evangelización de la población indígena. Se fundaron ciudades
y se dotaron de los mismos instrumentos institucionales, educativos y
religiosos que las existentes en Castilla. Las órdenes religiosas, junto con la
inagotable emigración de españoles, jugaron un gran papel en la introducción de
los usos y costumbres hispano-cristianas en una naciente sociedad caracterizada
por el mestizaje de culturas tan distintas y tan distantes.
De los ídolos tarascos
a las imágenes cristianas.
El pueblo purépecha, que fuera denominado por los colonizadores hispanos como
tarasco, habitaba la zona occidental
de Michoacán (lugar entre lagos),
abriéndose sus costas hacia el océano Pacífico. Se dedicaba principalmente a la
pesca y al cultivo del maíz, aunque también eran diestros en otros trabajos;
alfarería, escultura, arquitectura, pintura y orfebrería.
Santo Cristo de Zacatecas, detalle. Año, 1576. Realizado según las técnicas precolombinas a base de fibras vegetales de caña de maíz. |
La religión tarasca era
politeísta, guerrera y como la de sus imperios vecinos, también practicaba
sacrificios humanos. A diferencia de las demás culturas precolombinas, los
artesanos tarascos trabajaban la
escultura tomando como base la médula de la caña de maíz. Aunque aún no está
claro el origen de la utilización de esta materia, recientes estudios se
inclinan por dos razones fundamentales: la divina y la liviana. El maíz en
mesoamérica es un alimento básico y sagrado, por tanto la representación
pública de sus ídolos y dioses realizados con este material refrendaba su
deidad.
La costumbre indígena de llevar
consigo a sus dioses a las guerras entre tribus vecinas, con la consiguiente
especulación para alcanzar la victoria a través de su intersección, hizo que
los purépecha transportaran en el
campo de batalla con mayor movilidad sus dioses guerreros –más grandes y ligeros–, siendo durante siglos un imperio invicto
frente a los aztecas.
Con la llegada de los
conquistadores a Michoacán en 1522, los purépecha
aceptaron pacíficamente integrarse bajo soberanía española. Tras la convulsa
estancia de Nuño de Guzmán, será la labor social desempeñada por el humanista
Vasco de Quiroga, ayudado de franciscanos y agustinos, entre el pueblo nativo
en los primeros años de colonización de aquel territorio, la que hizo que la
cultura cristiana arraigara rápidamente entre los indígenas tarascos.
Vasco de Quiroga, que fuera
primer obispo de Michoacán, fundó pueblos y ciudades dotándolos de hospitales y colegios donde
convivían los colonos españoles con los indígenas. Pronto advirtió las técnicas
que los artífices nativos trabajaban con la caña de maíz, y promovió e
instaló talleres de oficios para jóvenes
en los establecimientos que había fundado. Solicitó la presencia de artistas
españoles, entre los que algunos autores han señalado la destacada figura de
Matías de la Cerda ,
que aportarán los conocimientos y métodos ornamentales y plásticos que en
Europa se trabajaban, consiguiendo así una fusión del arte y la cultura entre
ambos lados del mar océano para
asistir al nacimiento de una práctica mestiza y propia de aquella región.
Estos talleres empezaron a
producir imágenes cristíferas de dimensiones considerables y muy livianas, las
cuales fueron demandadas por los misioneros para la conquista espiritual de México. Asimismo, estas efigies poseían
unas connotaciones propias de las culturas prehispánicas, como era la caña de
maíz y la abundancia de sangre, símbolos sagrados para los indígenas, elementos
vitales que fueron utilizados por los misioneros para que los indígenas
comprendieran la humanidad y la divinidad de Cristo.
Los cristos de caña, afirmación de la fe en
el Nuevo Mundo.
Esta imaginería se difundió en
poco tiempo por todo el virreinato, y pronto llegaron noticias a Castilla de la
gran repercusión de veneración y piedad que estaba causando entre la población
novohispana.
A partir del segundo tercio del
siglo XVI comenzaron a llegar cristos de
caña a la península hispánica. Principalmente, estos imponentes
crucificados formaban parte del ajuar de vuelta de aquellos españoles que
habían viajado a las Indias por motivos políticos, castrenses, religiosos o
comerciales. Del mismo modo, eran demandados por las cofradías pasionistas, que
lo solicitaban a sus paisanos residentes en Nueva España, probablemente
contagiados de la popularidad y del efecto piadoso que causaron las primeras efigies
que llegaron a la vieja Hispania.
Existen varias
referencias coetáneas a la colonización mesoamericana, llegadas a nosotros a
través de las obras escritas por cronistas como el franciscano Jerónimo de
Mendieta, que ya está en México en 1554 y recoge lo siguiente en su Historia eclesiástica indiana:
“Pintores había buenos que pintaban al natural, en especial
aves, animales, árboles y verduras, y cosas semejantes, que usaban pintar en
los aposentos de los señores. Mas los hombres no los pintaban hermosos, sino
feos, como a sus propios dioses, […]. Mas después que fueron cristianos, y
vieron nuestras imágenes de Flandes y de Italia, no hay retablo ni imagen por
prima que sea, que no la retraten y contrahagan; pues de bulto, de palo o
hueso, las labran tan menudas y curiosas, que por cosa muy de ver las llevan a
España, como llevan también los crucifijos huecos de caña, que siendo de la
corpulencia de un hombre muy grande, pesan tan poco, que los puede llevar un
niño, y tan perfectos, proporcionados y devotos, que hechos (como dicen) de
cera, no pueden ser más acabados”.
Sea de la forma que fuere, en los
puertos españoles arribaron no pocas imágenes tarascas entre los siglos XVI y
XVIII. En la actualidad, el investigador-restaurador español Francisco Pablo
Amador Marrero, del Instituto de Investigaciones Estéticas de México, ha identificado y contabilizado más de medio
centenar de crucificados en nuestra nación, de los cuales muchos de ellos son o
han sido venerados públicamente por cofradías y hermandades, que bien se
organizaron a raíz de su llegada o que les fueron donados por sus poseedores.
Por su antigüedad, podemos citar
los cristos indianos que llegaron a
las Islas Canarias, puerto obligado en la Carrera de Indias y región estrechamente
vinculada al descubrimiento y colonización del Nuevo Mundo. En el archipiélago
se conservan ocho efigies entre las que se encuentran algunas de las que
tenemos las primeras noticias que desembarcan en España. Entre ellas podemos
citar al Cristo de Telde, documentado entre 1550 y 1555, llegado por el cambio
de azúcares y vinos con las tierras de ultramar.
En la España peninsular, el mayor
número de cristos mexicanos lo
encontramos en Andalucía, región que más emigración aportó a la colonización y
a la cristianización de las Indias. De todas sus provincias, Córdoba es la que
conserva más crucificados realizados en caña maíz, sumando un total de nueve
piezas, de las cuales cinco de ellas se veneran en la capital. De estas, cabe
resaltar el Cristo de Gracia, popularmente llamado El Esparraguero, imagen que goza de gran devoción entre los
cordobeses, que se ve manifiesta cada Jueves Santo por sus calles.
Los cuatro cristos criollos restantes, se localizan en Guadalcázar, Lucena,
Monturque, y Montilla, ciudad ésta donde se venera el Santo Cristo de
Zacatecas, crucificado que tomamos como muestra de la trascendencia histórica y
religiosa legadas a través del mestizaje entre el Viejo y Nuevo Mundo, ya que
se trata de una de las piezas coloniales más y mejor documentada en la actualidad.
El indiano Andrés de
Mesa, donante del Santo Cristo de Zacatecas.
Como tantos otros andaluces, un
buen día Andrés de Mesa toma la decisión de cambiar el rumbo a su cotidiana
vida en Montilla. Con la esperanza de un futuro mejor, en 1564 embarca en
Sevilla comenzado así su periplo hacia Nueva España. Se instala en Ciudad de
México, donde la ventura parece favorecerle, ya que contrae matrimonio con Dª
Francisca Cortés, nieta del conquistador de México y marqués del Valle de
Oaxaca, de cuyo enlace nacen cuatro hijos: Andrés, Luis, Melchor y Lorenzo[1]. Tras
permanecer algo más de una década en las Indias y mejorar económica y
socialmente, Andrés de Mesa junto con su familia decide volver a su tierra
natal. Como imborrable recuerdo de su estancia novohispana trae consigo un
cristo tarasco, que a su llegada a la villa que lo viera nacer despertara
tanta devoción y compasión entre sus paisanos.
De nuevo en Montilla, habitando ya su solariega casa inmediata a la del Inca Garcilaso de la Vega[2],
estipula con los cofrades de la
Vera Cruz la donación del crucificado. El acuerdo es
alcanzado y rubricado ante el escribano público Andrés Capote el 10 de
septiembre de 1576, en plena celebración del octavario en honor de la Exaltación de la Santa Cruz , que la
cofradía matriz montillana organizaba.
En la escritura notarial, el
indiano Andrés de Mesa recuerda su estancia en el Nuevo Mundo y expone la
intención con la que adquirió y trasladó la efigie de caña:
“Sepan quantos
la presente escriptura vieren como yo Andrés de Mesa, hijo legítimo que soy de
Andrés Fernández de Mesa, vecino que soy en esta villa de Montilla, digo que
por quanto mi voluntad a sido y que es muchos años de ser hermano y cofrade de
la cofradía y hermandad de la
Santa Vera Cruz de
esta villa de Montilla y con esta mi voluntad yo he residido en las Indias
algunos años y de ellas yo truxe una hechura de un Xpto para que esté y se
ponga en la casa y iglesia de la dicha cofradía de la Santa Vera Cruz desta
dicha villa porque con este intento yo lo truxe e para que esto tenga efecto
otorgo y por el tenor de la presente escriptura conozco en aquella vía y forma que mejor de derecho
hubiere lugar, por la devoción que tengo a la dicha cofradía y por otras causas
y justos respetos, dignas y merecedoras de gratificación que hago gracia y
donación a la dicha santa / cofradía de la Vera Cruz de esta dicha villa de la hechura del
dicho Xpto con su cruz e vueltas de plata en dicha cruz, donación buena, pura,
mera, perpetua e perfecta, acabada, irrevocable, de las que el derecho llama
hecha entre vivos, la cual e por insinuada e manifestada legítimamente ante
juez y como de derecho se requiere y suplo qualquiera defecto e falta que pueda
tener, oblígome de no la revocar por testamento ni codicilo abintestato ni de otra
manera ni por las causas que el derecho dispone, por las cuales los donadores
pueden revocar las donaciones que otorgan, ni por alguna de ellas.”[3]
Tras manifestar su voluntad,
Andrés de Mesa demanda varios derechos y condiciones para sí, su esposa y sus
descendientes, entre las cuales solicita el ingreso en la hermandad y cofradía:
“Primeramente
que yo el dicho Andrés de Mesa y Francisca Cortés mi mujer habemos de ser
hermanos e cofrades de la dicha hermandad desde hoy día de la data escriptura
en adelante e por tales a ambos a dos nos han de recibir y admitirnos por tales
para que gocemos de lo que los demás hermanos e cofrades gozan, esto sin pagar
por la entrada limosna alguna, mas de que durante el tiempo que fuéremos
hermanos paguemos la limosna y contribuciones
que los demás hermanos pagan y contribuyen a los plazos y de la forma y
manera que son obligados./
Y con que
asimismo que cada y cuando que quisieren entrar por hermanos en la dicha
cofradía qualquier de mis hijos que yo al presente tengo y tuviere de aquí
adelante lo puedan hacer y hagan sin por ello pagar ni paguen por la entrada de
limosna cosa alguna, mas de pagar adelante como dicho es las contribuciones que
los demás hermanos pagan y sean obligados los hermanos y cofrades de ella a los
recibir por tales.”[4]
Asimismo, determina con los
oficiales de la cofradía la ubicación de la imagen y los derechos perpetuos
sobre ella, que recaen en los cofrades regentes de la corporación religiosa.
Del mismo modo, hace constar en este mismo punto las medidas que han de tomar
sus herederos y los oficiales de la Vera Cruz llegado el supuesto en que la autoridad
eclesiástica decida desprenderse del crucificado mexicano:
“Y con que el
dicho Xpto ha de estar en la dicha iglesia de la Santa Vera Cruz y hermandad
para siempre y que de allí no se pueda quitar ni quite por cualquier persona
que sea ni por obispo, ni arzobispo, ni provisor, vicario, ni rector en ningún
tiempo que sea por causa o causas que para ello tengan o puedan tener y si
contra esta mi voluntad y disposición, la dicha hechura del dicho Xpto se
sacare de la dicha iglesia y hermandad, que en tal caso cese esta escritura y
lo contenido en ella y no valga ni haga fe y esta sea bastante causa para que
yo y mis herederos y sucesores la puedan revocar y revoquen y la dicha hechura
del dicho Xpto se aprecie lo que puede valer por dos buenas personas expertas y
que de semejantes cosas noticia tengan y por la cantidad que ellos dijeren y
declaren, por aquellas se esté y pase. La cual dicha cantidad se tome y haga
dos partes, y la una de ellas sea para la dicha cofradía y hermandad y la otra
para mí el dicho Andrés de Mesa o para mis herederos e sucesores y para que
esta condición y gravamen tenga efecto doy mi poder cumplido cual de derecho en
tal caso se requiere para que cada los hermanos y oficiales de la dicha
cofradía que de presente son y de aquí adelante fueren para que cada y cuando y
en cualquier tiempo acaeciere el llevar y sacar de la dicha iglesia la dicha
hechura del dicho Xpto e imagen como dicho es, puedan los susodichos o
qualquiera dellos defenderlo y ampararlo para que no se saque de la dicha
iglesia sino que siempre esté en ella como dicho es, que para esto es y otorgo
a los susodichos el poder que en derecho en tal caso se requiere como dicho es,
con general administración que para todo
el fuero doy.”[5]
Por último, Andrés de Mesa
reserva para su linaje la preferencia a portar el Santo Cristo en aquellas
procesiones en que la cofradía decida organizar, ya sean ordinarias o
extraordinarias:
“Y con que
cada y quando y en qualquier tiempo y todas las veces que la dicha hechura de
dicho Xpto o imagen se sacare en procesión en qualquier día que sea para
qualquier efecto o necesidad, yo el dicho Andrés de Mesa y mis hijos y
sucesores e descendientes de mí en qualquier grado que sea fuéremos hermanos y cofrades de la dicha
cofradía, lo podamos llevar e llevemos el dicho Xpto en procesión como dicho es
y seamos en este caso preferidos a los demás hermanos que hubiere.”[6]
Los dirigentes de la cofradía
“Hernán Martín de Carmona, hermano mayor de la dicha cofradía y Hernán Sánchez
Prieto, alcalde della, e Miguel Ruiz Salvador, asimismo alcalde de la dicha
cofradía y Martín Gómez Mantero albacea della, todos vecinos que somos en esta
villa de Montilla, oficiales de la dicha hermandad como dicho es” suscriben en
nombre propio y en el de todos los hermanos cruceros de la villa la donación y
“aceptamos y recibimos en nuestro favor esta escriptura y de la dicha cofradía
y hermandad y hermanos de ella, en nuestro favor y de ellos como en ella se
contiene y recibimos la hechura del dicho Xpto para que esté y asista en la
dicha iglesia”[7].
De igual forma, en el mismo
protocolo notarial queda reflejado la aceptación y recepción “para que sean
hermanos y gocen de las preeminencias y libertades que los demás hermanos y
cofrades gozan en vida y en muerte y a que los dichos Andrés de Mesa y sus
hijos y descendientes, en cualquier grado que sea llevarán la dicha hechura de
Xpto e imagen todas las veces que saliere de la dicha iglesia en procesión y
serán preferidos a los demás hermanos e cofrades en este caso”. Para lo cual,
se levantó escritura en la sala capitular de la casa y ermita de la Vera Cruz “en diez días
del mes de setiembre de mil e quinientos e setenta y seis”[8].
Esta donación que la familia
Cortés de Mesa –popularmente llamados “los peruleros” por su residencia en las
Indias– realizó a la cofradía matriz montillana les hizo granjearse el afecto
y la popularidad entre sus vecinos. Igualmente, su parentesco con Hernán Cortés
les valió para alcanzar cargos y oficios propios de hijosdalgos, dados por los
marqueses de Priego, cuyo señorío se extendía por varias de las poblaciones del
sur cordobés y cuya capital era la floreciente Montilla. Pedro Fernández de
Córdoba, IV marqués de Priego, contraería matrimonio en 1587 con Juana Enríquez
de Rivera y Cortés, nieta del conquistador de Nueva España, fijando su
residencia en su palacio de montillano. La llegada de una descendiente directa
del marqués del Valle de Oaxaca, nuevamente favoreció la situación social de
Andrés de Mesa, que un año más tarde es nombrado “depositario de el pan y
maravedíes del pósito y de maravedíes de dehesas”. Poco después fue nombrado
regidor del cabildo de Justicia y Regimiento. Además, aparece en los documentos de la época
ocupando cargos como mayordomo de la cofradía de los Caballeros de cuantía de
Santiago, hermano mayor de la
Santa Vera Cruz y, asimismo, recibió para sí y sus
descendientes –de manos de la misma marquesa– los títulos de los oficios de
fiel y ejecutor, como también de procurador, entre otros.
Andrés de Mesa falleció el 24 de
septiembre de 1602 y Francisca Cortés cuatro meses después[9]. En
su última voluntad, manuscrita y registrada seis días antes de su óbito, volvería
a legar a la cofradía de la
Vera Cruz parte de sus bienes, incluidos “dos candeleros de
plata que yo tengo que pesan siete marcos poco más o menos para que se haga una
lámpara de plata para la ermita de la Vera Cruz desta villa y lo que costare de hechura
se pague de mis bienes”[10], que
se emplearán para alumbrar al crucificado tarasco que ocupaba el altar de la
capilla mayor de la ermita.
Sus descendientes mantuvieron,
durante más de dos siglos, vivo el privilegio de portar al Santo Cristo en sus
salidas procesionales y asistencia a los cultos claustrales que la hermandad
organizaba a su titular. Los Cortés de Mesa –como se hacían apellidar–
entroncaron con las familias más notables del marquesado, llegando a emparentar
con varias casas nobiliarias andaluzas durante los siglos XVII y XVIII.
La veneración popular al Santo
Cristo de Zacatecas hizo que sobre el crucificado se fundasen en el siglo XVII
varias capellanías, memorias, mandas testamentarias y obras pías que hicieron
enriquecer el patrimonio, los cultos y procesiones organizados por la cofradía
en las festividades de Semana Santa, y de la Invención y Exaltación
de la Santa Cruz.
Hoy, después de cuatro largos
siglos, aún se mantiene viva la veneración y la devoción al Santo Cristo de las Indias, que fuera
precursor de las manifestaciones pasionistas del pueblo cristiano de Montilla,
el mismo que tras su majestuosa huella viera nacer la Semana Santa que la
ciudad hoy vive.
* Trabajo publicado en: Tercerol: cuadernos de investigación, Nº 12, año 2008, págs. 135-150.
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS:
GARCÍA-ABÁSOLO, A.: La vida y la muerte en Indias. Cordobeses en
América (Siglos XVI – XVII). Córdoba, 1992.
AA.VV.: Imaginería indígena mexicana. Una catequesis en caña de maíz.
Córdoba, 2001.
AMADOR MARRERO, P.: Traza española, ropaje indiano. El Cristo de
Telde y la imaginería en caña de maíz. Las Palmas de Gran Canaria, 2002.
[2]
Mestizo nacido en Cuzco en 1539, fruto del matrimonio del capitán Sebastián
Garcilaso de la Vega
con la princesa inca Isabel Chimpu Ocllo. Con 21 años, por expreso deseo de su
padre, se traslada a España para continuar con sus estudios. Se establece en
Montilla en casa de su tío paterno el capitán Alonso de Vargas. Como su padre y
su tío, abraza la carrera militar y consigue el grado de Capitán, que lo
desempeña bajo las banderas de Juan de Austria en la sublevación de los
moriscos de Granada y en las campañas de Italia. Residió en Montilla más de 30
años, donde administró la herencia de su tío Alonso y se formó intelectualmente
en su colegio jesuita. En este periodo comenzó a escribir sus primeras crónicas
de la conquista del imperio Inca. En 1591 se traslada a Córdoba, donde toma los
hábitos clericales. Muere en esta ciudad en 1616, y está enterrado en la
capilla de las Ánimas de la mezquita-catedral. Es autor de: La
Florida del Inca,
Comentarios Reales, Historial general del Perú, y traductor
de los Diálogos de Amor, de León
Hebreo.
[3] APNM. Escribanías S. XVI. Leg. 101, fols. 84 v. – 87 v.
[4] Ibídem.
[5] Ibíd.
[6] Ibíd.
[7] Ibíd.
[8] Ibíd.
[9] Archivo Parroquial de
Santiago de Montilla. Abecedario de
difuntos, s/f.
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