jueves, 17 de marzo de 2016

DE NUEVO, UN MARTES SANTO.*

En la Semana Santa, las cofradías rememoran la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Desde sus orígenes, allá por el siglo XVI, en la Semana Mayor montillana han procesionado imágenes que reviven los momentos penitenciales que Jesucristo sufrió hasta su Muerte.

Todas ellas guardan una simbología en común: la Cruz, emblema primordial en la cristiandad y de condición muy especial, en los días de la Semana de Pasión. Todas las escenas que recogen  las últimas horas de vida de Cristo trascurren en torno a la Cruz.

De ahí el origen de las celebraciones litúrgicas de Semana Santa, donde, cada Viernes Santo la Iglesia dedica los oficios del Triduo Sacro a la Adoración de la Santa Cruz, único icono que los católicos adoramos el día en que dejó de palpitar el corazón del Nazareno.

Si hacemos memoria, vemos como la Semana Santa cofrade, nace para dar culto a la Cruz, a la Santa y Vera Cruz de Cristo, donde, la noche anterior a las celebraciones litúrgicas en honor al Sagrado Madero, los cofrades vivificaban los suplicios y penitencias a que fue condenado Jesucristo antes de su partida camino del Calvario.

Como sucede en otras muchas poblaciones de la geografía española, en nuestra ciudad existe una serie de imágenes que, generación tras generación, han sido referente veneracional de los sagrados días de la pasión y muerte de Cristo. Por esto, el acervo sacro local conserva un buen número de efigies que forman parte de la identidad de sus vecinos. Son imágenes que han calado en la fe de no pocas generaciones de montillanos y por ello son referente popular de nuestra Semana Santa.

¿Qué montillano no conoce a Jesús Preso, a Jesús Nazareno o a la Virgen de la Soledad? ¿Qué montillano ha sido indiferente a participar o contemplar estas imágenes por las calles un Jueves o Viernes Santo?. ¿Quién no ha querido vivir en primera fila El Prendimiento en la plaza de la Rosa, o la Bendición a los Campos en el paseo de Cervantes?

Este tipo de actos son propios de la identidad montillana, están por encima de toda moda y de toda situación social. Estas imágenes y sus procesiones son herencia del pasado, de la tradición y de la forma de ser de los montillanos. Porque sin ellas, no se concibe plasmar en las retinas de nuestra memoria una Semana Santa, que no es más que la huella y el testimonio de la fe y devoción que nos legaron nuestros mayores.

En Montilla, Cristo es prendido en la plaza de la Rosa, en San Agustín carga con la Cruz sobre sus hombros y es custodiado por los centuriones romanos, sale al campo a su paso por el Coto, y sube la calle de la Amargura, Juan Colín arriba. A la caída de la tarde, es trasladado para su Santo Entierro, estando en todo este tránsito, siempre acompañado de su Madre, traspasada de dolor.

Estas primitivas imágenes, recorrieron sobre andas y bajo palio de ocho varas, las calles de Montilla en los siglos pasados. Pero entre ellas lleva medio siglo faltando una, se trata del Santo Cristo de Zacatecas.

¿Quién no conoce en nuestra ciudad al Crucificado de Zacatecas? ¿Quién no ha escuchado de sus padres o abuelos el fiel testimonio del recuerdo de verlo en procesión por las calles montillanas en Semana Santa?

El monte Calvario está incompleto. Porque en Montilla, Cristo es crucificado en la parte alta de la ciudad, tras la muralla de la que fuera su fortaleza. En el templo matriz, expiró después de pronunciar sus últimas Siete Palabras. Desde 1576 la crucifixión de Cristo se ha rememorado en nuestra ciudad a través de esta imponente imagen.

En la retentiva de muchos paisanos y vecinos parece que fue ayer cuando vieron volver por la esquina de su calle al Crucificado mejicano, socorrido por su Madre, que a los pies de aquel madero, asistía impotente a la muerte de su unigénito.

Fue aquella la oscura noche de Martes Santo de 1954,  tan sólo  iluminada por la creciente luna de la pascua judía y por los cientos de cirios de los devotos que iluminaban el camino hacia el Gólgota. El Señor Zacatecas vería por última vez las empedradas y enlutadas calles montillanas, bendiciendo a su paso a aquellos benjamines, que boquiabiertos dirigían su sincera mirada al noble e impresionante rostro del Crucificado.

Aquellos infantes de ayer son hoy nuestros padres y abuelos, los que aún  mantienen en la retina de su memoria tantas y tantas costumbres y escenas perdidas ya en nuestros días de Semana Santa.

Este presente año, quizá recuerden con nostalgia aquellos días de chiquillería tras los romanos, tomados de los brazos de sus padres para ver El Prendimiento o para recibir las bendiciones del Nazareno. Nuestro deseo para que este año revivan su mismo pasado al ver por las calles de Montilla al Cristo de Zacatecas, de nuevo, un Martes Santo.

*Artículo publicado en la revista local Viernes Santo, año 2006.

miércoles, 2 de marzo de 2016

PASADO Y PRESENTE DEL AMARRADO A LA COLUMNA DE MONTILLA

Apuntes históricos sobre una imagen unida a la Cofradía Penitencial de la Santa Vera Cruz*

Al igual que ocurriera en otros puntos de nuestra geografía, la primitiva cofradía de la Santa Vera Cruz de Montilla inició sus primeros pasos hacia 1535, año en el que ya tenemos constancia, por documentación notarial, de la existencia de la ermita.

Durante el siglo XVI, la cofradía matriz montillana mantuvo regularmente su actividad anual hasta que, a finales de dicho siglo, comenzó una evolución que desembocaría en la apuesta por representar toda la pasión de Cristo en su estación de penitencia. De esta manera, a mediados del siglo XVII, la Cofradía de la Santa Vera Cruz ya contaba con siete pasos que procesionaba durante la Semana Santa.

En su origen, la Hermandad sólo procesionaba a su titular, un pequeño crucificado que era portado por un hermano penitente y que el 10 de septiembre de 1576 fue sustituido por la imagen del Santo Cristo de Zacatecas, donada por el montillano Andrés de Mesa mediante escritura notarial. Una década más tarde, más concretamente en 1582, se agregaría al cortejo penitencial la imagen de la Madre de Dios y Señora del Socorro, advocación mariana que había sido trasladada desde la parroquia de Santiago, donde había tenido cofradía propia desde comienzos del siglo XVI. Asimismo, a finales de esta centuria, la cofradía agregó a su estación la imagen del Cristo Ecce Homo, contratada en 1597 al escultor Juan de Mesa “el Mozo”.

El nuevo siglo se abriría en la Cofradía con la adquisición de otra nueva imagen de la pasión de Cristo: en esta ocasión, se contrató con el mismo escultor del Ecce Homo una imagen de Cristo Amarrado a la Columna que, desde entonces, se venera y conserva en nuestra ciudad. De esta manera, el 27 de Febrero de 1601 el carpintero Juan de Mesa hizo entrega a la Cofradía de esta imagen que en la actualidad procesiona en la tarde del Jueves Santo.  El  contrato  de  la  ejecución   de la imagen quedó recogido ante escritura notarial que se conserva aún en el Archivo Notarial de Protocolos de nuestra ciudad. En el documento, redactado por el escribano Andrés Capote, se establece que la Cofradía encargaba a Juan de Mesa “una hechura de Cristo Amarrado a la columna con su peana e parigüela”[1], ascendiendo el coste del proyecto a treinta ducados, que fueron pagados por Pedro de Figueroa, hermano mayor de la Vera Cruz.

La adquisición por parte de la cofradía matriz montillana del Amarrado a la Columna de Juan de Mesa “El Mozo” se recoge también en un inventario de la Cofradía de la Santa Vera Cruz, realizado el 16 de Abril de 1617, siendo Hermano Mayor de la misma Alonso Cameros de la Cueva. En el acta, se reseña expresamente que esta Cofradía tenía en propiedad “un cristo amarrado a la columna”[2] que procesionaba en la tarde del Jueves Santo, junto con el resto de imágenes pertenecientes a la Santa Vera Cruz.

El cortejo penitencial, formado por siete imágenes veneradas en la ermita de la Vera Cruz, era conocido popularmente como la procesión de la Sangre. De este  modo, la procesión partía desde la desaparecida ermita, situada en el llano que llevaba su mismo nombre y al que se accedía a través de la Cuesta de la Vera Cruz (hoy denominada “del Silencio”, en alusión a la estación de penitencia que celebra la Hermandad del Santísimo Cristo del Amor cada Miércoles Santo). La ermita, que estaba dividida en su interior por tres naves, tenía dos puertas de entrada y campanario, y en ella se alojaban los siete pasos que recordaban la pasión y muerte de Cristo, a saber: Santa Cena, Jesús de la Prisión, Ecce Homo, Amarrado a la Columna, Santo Cristo de Zacatecas, San Juan y la Madre de Dios del Socorro.

A partir de la segunda mitad del siglo XVII, este septenario de la Pasión y Muerte de Jesucristo promovido por la Cofradía de la Santa Vera Cruz, comenzó a dividirse en hermandades que se iban rigiendo por las propias constituciones de la cofradía matriz. Tal fue el caso de los componentes del paso del Cristo Amarrado a la Columna, que manifestaron a los oficiales de la Vera Cruz su deseo de fundar una hermandad específica que tuviese por objetivo procesionar la imagen de Mesa El Mozo.

De esta manera, se reunieron “Mateo Ruiz de Toro, vecino de esta ciudad y hermano mayor de la Cofradía de la Santa Vera Cruz y, de la otra parte, parecieron Pedro Ruiz Hidalgo, Juan de la Mata, Francisco Ramírez de Aguilar, Alonso Muñoz de Toro, Martín Sánchez de Luque, Pedro de Carmona, Juan Rodríguez de Palacios, Francisco Pérez Alcaide, Diego Villegas, Diego Ruiz Hidalgo, Antón Ximénez de Alcaide, Bartolomé Ponce, Juan de Lucena, Andrés López, Juan Solano y Andrés Morquecho, todos hermanos de la dicha Cofradía por sí y en nombre de los demás hermanos que se me reciban en esta Hermandad que, para honra y gloria de Dios Nuestro Señor, quieran fundar para la imagen de Nuestro Señor Jesucristo Amarrado a la Columna, que sale en la procesión que la dicha Cofradía saca Jueves Santo por la tarde, y poniéndolo en ejecución otorgaron que en la mejor vía y forma que mejor haya lugar en derecho, fundar la dicha hermandad para que sea perpetuamente para siempre jamás” [3].

Como no podía ser de otra manera, Mateo Ruiz de Toro, hermano mayor de la Santa Vera Cruz, aceptó la propuesta planteada, aunque obligó a los promotores de la misma a acatar las constituciones de la Antigua Cofradía que, fundamentalmente, se dividían en ocho puntos que establecían lo siguiente:

“1. Lo primero, nombraron por cabos de esta hermandad para el Gobierno y disposición de ella a Pedro Ruiz Hidalgo, Alonso de Luque y a Juan de la Mata, vecinos de esta ciudad.

2. Lo segundo, que se ha de formar un libro donde se hayan asentado todos los hermanos contenidos en esta escritura y los demás que se recibieren a esta hermandad, y todos han de tener precisa obligación de asistir a la dicha procesión cada uno con su hacha de cera, como se hace y acostumbra en las demás hermandades.

3. Que a los hermanos que murieren de esta hermandad, se les ha de decir una misa por cada hermano y la misma obligación han de tener por las demás personas que el tal hermano nombrare por su mujer, hermano, padre, y madre y todas estas mismas se han de decir en la Iglesia Parroquial del Señor Santiago de esta ciudad por los señores sacerdotes y se dé limosna a dos reales.

4. Que los hermanos de esta hermandad han de asistir a los entierros de tal hermano difunto con su banderola y doce hachas de cera a costa de la hermandad y el tal hermano que asistiere no teniendo legítimo impedimento, pague pena un real que aplican para la dicha hermandad.

5. Que el hermano mayor de esta Cofradía que es o fuere, ha de dar para ayuda a la procesión y hermandad cada un año, doce hachas para que ardan en la dicha procesión y ha de pagar la cera que la quemare al tal cerero de quien se alquilaren.

6. Que cualquier hermano de esta hermandad sea de poder enterrar en la ermita de la Santa Vera Cruz sin pagar por el uso de la sepultura con alguna a la dicha ermita más otra persona.

7. Que la banderola de hacer a su costa Francisco Ramírez de Aguilar, el cual la ha de sacar en todas las funciones que se ofrecieren y por su muerte sus herederos de la persona que nombrare o fuere su voluntad.

8. Nombraron por munidor de esta hermandad a Andrés Morquecho.”[4]

Curiosamente, la nueva hermandad que, a partir de ese momento, procesionaría al Señor Amarrado a la Columna, fue oficialmente constituida el 3 de mayo de 1673, festividad de la Invención de la Santa Cruz, jornada en la que la cofradía primigenia de Montilla celebraba anualmente su Fiesta de Regla y procesionaba al Santo Cristo Crucificado de Zacatecas, como titular de la misma.

Entrado ya el siglo XVIII, hay constancia de que los restantes pasos que formaban parte de la procesión de la Sangre en la tarde del Jueves Santo, lo hacían ya bajo el auspicio de hermandades sujetas a la cofradía matriz. Todas ellas se regían por los mismos estatutos y celebraban su Fiesta de Regla el 3 de mayo, aunque cada hermandad rendía culto a su imagen en otras fechas. De esta manera, los cultos al Cristo Amarrado a la Columna se celebraban el 6 de agosto, festividad de la Transfiguración del Señor, fecha en la que, además, se procesionaba la imagen por las calles de Montilla.

La ermita de la Vera Cruz fue desalojada por su Cofradía en enero de 1809, por decreto del Obispo Pedro Antonio de Trevilla, trasladando sus imágenes y enseres a la Parroquia de Santiago. Al llegar la imagen de Cristo Amarrado a la Columna al templo parroquial, decidieron instalarlo junto con su retablo de estilo barroco (el único que se conserva de la desaparecida ermita) en una capilla que, desde mediados del siglo XVI, había ocupado otra imagen de Cristo Amarrado a la Columna que era conocido por la advocación de la “Misericordia”.

Este Cristo de la Misericordia, de pronunciados rasgos góticos, había sido realizado a mediados del siglo XVI y fue donado por la hermana de la segunda Marquesa de Priego, doña Teresa Enríquez de Córdoba y Pacheco, quien fundó una memoria e hizo la capilla para la veneración de la imagen. Años más tarde, la escultura fue ubicada en un retablo realizado en 1720 por el tallista montillano Juan Villegas[5] y dorado por el granadino José de Palacios[6] en 1731 para, posteriormente, ser trasladada hasta la Ermita de San Roque, situada al final de la calle Fuente Álamo. Lamentablemente, esta imagen fue vendida en 1956, después de que hubiera sido de nuevo trasladada a la iglesia de San Agustín, cuando la ermita de San Roque fue clausurada, hacia 1920.

Volviendo al Cristo Amarrado a la Columna de Juan de Mesa “El Mozo”, perteneciente a la Cofradía de la Santa Vera Cruz, hay que destacar que corrió mejor suerte que el Señor de la Misericordia, ya que la imagen fue intervenida por Cristóbal Gómez Garrido en el año 1964, durante las reformas post-conciliares del Vaticano II que se realizaron en el templo parroquial. La imagen fue trasladada a otro retablo que hasta entonces había ocupado el Santo Cristo de Zacatecas, pasando el crucificado novohispano a presidir el presbiterio.

En 1987 la cofradía de Nuestro Padre Jesús Preso y María Santísima de la Esperanza, solicitó al entonces párroco, don Antonio León Ortiz, la imagen del Amarrado a la Columna para incorporarla a su cortejo procesional en la tarde del Jueves Santo, al objeto también de enriquecer así su estación penitencial con un nuevo misterio de la Pasión. De este modo, la imagen de Juan de Mesa “El Mozo” vuelve a las calles de Montilla en 1987, con la novedad de hacerlo a hombros de hermanas costaleras.

En la actualidad, y tras un fallido intento de la cofradía para sustituir esta centenaria imagen por otra realizada por el tallista local Francisco Solano Salido Jiménez, el Amarrado a la Columna se venera en la ermita de Nuestra Señora de la Rosa, donde ocupa un bello retablo labrado en yeso e imitado en tonos de jaspe rojo y gris, que recuerda en sus formas las líneas renacentistas que fueron recuperadas por el movimiento  neoclasicista a partir de la segunda mitad del siglo XVIII.

* Artículo publicado en la revista Vera+Crux, nº 3. Febrero, 2005.

NOTAS


[1] Archivo de Protocolos Notariales de Montilla (APNM). Escribanías s. XVI. Leg. 122, f. 141v.
[2] Archivo Parroquial de Santiago de Montilla. Libro 4º de Visitas y Capellanías, fols. 705-719v.
[3] APNM. Escribanía 1ª. Leg. 95, f. 219.
[4] Ibídem.
[5] APNM. Escribanía 2ª. Leg. 306, f. 100.
[6] APNM. Escribanía 2ª. Leg. 317, f. 145.

viernes, 29 de enero de 2016

EL SANTO CRISTO DE ZACATECAS, UNA IMAGEN ENTRE DOS MUNDOS*

 Semilla de la fe de la vieja Europa y fruto del arte colonial de Nueva España.

Tan antiguo como prácticamente desconocido es este capítulo de la historia espiritual y artística –fruto de aquella lejana epopeya que se marcaran los monarcas hispanos– de cristianizar las tierras descubiertas allende los mares. El encuentro de dos mundos produjo el mestizaje de culturas muy dispares, y de esa insólita fusión nace la imaginería cristífera en caña de maíz, tan apreciada y venerada por sus contemporáneos y tan olvidada por los historiadores del arte, que ya merece ocupar ineludiblemente el lugar que este hecho –sin precedentes– le corresponde en las páginas de los libros dedicados a estas materias.

Descubrimiento, conquista y evangelización de las Indias

A finales del siglo XV el viejo mundo cerraba las puertas al medievo para abrir nuevos horizontes a la modernidad. La península Ibérica experimentará una serie de cambios que supondrán el nacimiento de la nación española, advenido a raíz del matrimonio entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón en 1469. Esta unión conllevará el inicio del Siglo de Oro hispánico, que se fortalecerá en 1492 con el final de la reconquista y el descubrimiento de un Nuevo Mundo.

El siglo XVI estará marcado por la evangelización, conquista y colonización de las denominadas Indias Occidentales, cuyos cánones serán acordados entre España y Portugal en Tordesillas, y rubricados en cinco bulas por el pontífice Alejandro VI.

Tras dos años de exploraciones por los litorales de las Antillas, la Armada Española comienza el reconocimiento y conquista de México en 1519. Las incursiones en tierra firme fueron dirigidas por el estratega Hernán Cortés, que desembarca en sus costas el 21 de abril de ese mismo año, Jueves Santo, y funda la Villa Rica de Vera Cruz, siendo la primera ciudad erigida por españoles en mesoamérica. En el transcurso de los años siguientes, el militar castellano dominará –gracias a alianzas y épicas batallas– las diferentes culturas, para, posteriormente otros embajadores continuar con las conquistas hacia el norte y sur americano.

En 1535 la Corona crea el Virreinato de Nueva España, órgano político, jurídico y administrativo que vertebra y gestiona las tierras exploradas y tomadas hasta entonces. A partir de estas fechas comienza la colonización y evangelización de la población indígena. Se fundaron ciudades y se dotaron de los mismos instrumentos institucionales, educativos y religiosos que las existentes en Castilla. Las órdenes religiosas, junto con la inagotable emigración de españoles, jugaron un gran papel en la introducción de los usos y costumbres hispano-cristianas en una naciente sociedad caracterizada por el mestizaje de culturas tan distintas y tan distantes.

De los ídolos tarascos a las imágenes cristianas.

El pueblo purépecha, que fuera denominado por los colonizadores hispanos como tarasco, habitaba la zona occidental de Michoacán (lugar entre lagos), abriéndose sus costas hacia el océano Pacífico. Se dedicaba principalmente a la pesca y al cultivo del maíz, aunque también eran diestros en otros trabajos; alfarería, escultura, arquitectura, pintura y orfebrería.

Santo Cristo de Zacatecas, detalle. Año, 1576.
Realizado según las técnicas precolombinas
a base de fibras vegetales de caña de maíz.
La religión tarasca era politeísta, guerrera y como la de sus imperios vecinos, también practicaba sacrificios humanos. A diferencia de las demás culturas precolombinas, los artesanos tarascos trabajaban la escultura tomando como base la médula de la caña de maíz. Aunque aún no está claro el origen de la utilización de esta materia, recientes estudios se inclinan por dos razones fundamentales: la divina y la liviana. El maíz en mesoamérica es un alimento básico y sagrado, por tanto la representación pública de sus ídolos y dioses realizados con este material refrendaba su deidad.

La costumbre indígena de llevar consigo a sus dioses a las guerras entre tribus vecinas, con la consiguiente especulación para alcanzar la victoria a través de su intersección, hizo que los purépecha transportaran en el campo de batalla con mayor movilidad sus dioses guerreros –más grandes y ligeros–,  siendo durante siglos un imperio invicto frente a los aztecas.

Con la llegada de los conquistadores a Michoacán en 1522, los purépecha aceptaron pacíficamente integrarse bajo soberanía española. Tras la convulsa estancia de Nuño de Guzmán, será la labor social desempeñada por el humanista Vasco de Quiroga, ayudado de franciscanos y agustinos, entre el pueblo nativo en los primeros años de colonización de aquel territorio, la que hizo que la cultura cristiana arraigara rápidamente entre los indígenas tarascos.

Vasco de Quiroga, que fuera primer obispo de Michoacán, fundó pueblos y ciudades dotándolos de hospitales y colegios donde convivían los colonos españoles con los indígenas. Pronto advirtió las técnicas que los artífices nativos trabajaban con la caña de maíz, y promovió e instaló talleres de oficios para jóvenes en los establecimientos que había fundado. Solicitó la presencia de artistas españoles, entre los que algunos autores han señalado la destacada figura de Matías de la Cerda, que aportarán los conocimientos y métodos ornamentales y plásticos que en Europa se trabajaban, consiguiendo así una fusión del arte y la cultura entre ambos lados del mar océano para asistir al nacimiento de una práctica mestiza y propia de aquella región.

Estos talleres empezaron a producir imágenes cristíferas de dimensiones considerables y muy livianas, las cuales fueron demandadas por los misioneros para la conquista espiritual de México. Asimismo, estas efigies poseían unas connotaciones propias de las culturas prehispánicas, como era la caña de maíz y la abundancia de sangre, símbolos sagrados para los indígenas, elementos vitales que fueron utilizados por los misioneros para que los indígenas comprendieran la humanidad y la divinidad de Cristo.

Los cristos de caña, afirmación de la fe en el Nuevo Mundo.

Esta imaginería se difundió en poco tiempo por todo el virreinato, y pronto llegaron noticias a Castilla de la gran repercusión de veneración y piedad que estaba causando entre la población novohispana.

A partir del segundo tercio del siglo XVI comenzaron a llegar cristos de caña a la península hispánica. Principalmente, estos imponentes crucificados formaban parte del ajuar de vuelta de aquellos españoles que habían viajado a las Indias por motivos políticos, castrenses, religiosos o comerciales. Del mismo modo, eran demandados por las cofradías pasionistas, que lo solicitaban a sus paisanos residentes en Nueva España, probablemente contagiados de la popularidad y del efecto piadoso que causaron las primeras efigies que llegaron a la vieja Hispania.

Existen varias referencias coetáneas a la colonización mesoamericana, llegadas a nosotros a través de las obras escritas por cronistas como el franciscano Jerónimo de Mendieta, que ya está en México en 1554 y recoge lo siguiente en su Historia eclesiástica indiana:

“Pintores había buenos que pintaban al natural, en especial aves, animales, árboles y verduras, y cosas semejantes, que usaban pintar en los aposentos de los señores. Mas los hombres no los pintaban hermosos, sino feos, como a sus propios dioses, […]. Mas después que fueron cristianos, y vieron nuestras imágenes de Flandes y de Italia, no hay retablo ni imagen por prima que sea, que no la retraten y contrahagan; pues de bulto, de palo o hueso, las labran tan menudas y curiosas, que por cosa muy de ver las llevan a España, como llevan también los crucifijos huecos de caña, que siendo de la corpulencia de un hombre muy grande, pesan tan poco, que los puede llevar un niño, y tan perfectos, proporcionados y devotos, que hechos (como dicen) de cera, no pueden ser más acabados”.

Sea de la forma que fuere, en los puertos españoles arribaron no pocas imágenes tarascas entre los siglos XVI y XVIII. En la actualidad, el investigador-restaurador español Francisco Pablo Amador Marrero, del Instituto de Investigaciones Estéticas de México, ha  identificado y contabilizado más de medio centenar de crucificados en nuestra nación, de los cuales muchos de ellos son o han sido venerados públicamente por cofradías y hermandades, que bien se organizaron a raíz de su llegada o que les fueron donados por sus poseedores.

Este medallón, procedente de la ermita de la Vera Cruz,
formaba parte del antiguo retablo mayor de la misma,
en cuya inscripción queda patente la procedencia del
Crucificado y la vinculación generacional de sus donantes:
 "A DEVOCION DEL CAPITAN DE CAVALLOS CORAZAS
DON JOSEPH GASPAR DE ANGVLO Y VALENZVELA
REXIDOR Y JVEZ DEL CAMPO DE ESTA CIVDAD

QVINTO NIETO DE ANDRES FERNANDEZ DE MESA,
QVIEN TRAGO DE INDIAS ESTE SANTO XPTO. Y LO
COLOCO EN ESTE ALTAR Y DE DOÑA GERONIMA
DE SOTOMAYOR Y DAVALOS SU MVJER. AÑO DE 1720"
Por su antigüedad, podemos citar los cristos indianos que llegaron a las Islas Canarias, puerto obligado en la Carrera de Indias y región estrechamente vinculada al descubrimiento y colonización del Nuevo Mundo. En el archipiélago se conservan ocho efigies entre las que se encuentran algunas de las que tenemos las primeras noticias que desembarcan en España. Entre ellas podemos citar al Cristo de Telde, documentado entre 1550 y 1555, llegado por el cambio de azúcares y vinos con las tierras de ultramar.

En la España peninsular, el mayor número de cristos mexicanos lo encontramos en Andalucía, región que más emigración aportó a la colonización y a la cristianización de las Indias. De todas sus provincias, Córdoba es la que conserva más crucificados realizados en caña maíz, sumando un total de nueve piezas, de las cuales cinco de ellas se veneran en la capital. De estas, cabe resaltar el Cristo de Gracia, popularmente llamado El Esparraguero, imagen que goza de gran devoción entre los cordobeses, que se ve manifiesta cada Jueves Santo por sus calles.

Los cuatro cristos criollos restantes, se localizan en Guadalcázar, Lucena, Monturque, y Montilla, ciudad ésta donde se venera el Santo Cristo de Zacatecas, crucificado que tomamos como muestra de la trascendencia histórica y religiosa legadas a través del mestizaje entre el Viejo y Nuevo Mundo, ya que se trata de una de las piezas coloniales más y mejor documentada en la actualidad.

El indiano Andrés de Mesa, donante del Santo Cristo de Zacatecas.

Como tantos otros andaluces, un buen día Andrés de Mesa toma la decisión de cambiar el rumbo a su cotidiana vida en Montilla. Con la esperanza de un futuro mejor, en 1564 embarca en Sevilla comenzado así su periplo hacia Nueva España. Se instala en Ciudad de México, donde la ventura parece favorecerle, ya que contrae matrimonio con Dª Francisca Cortés, nieta del conquistador de México y marqués del Valle de Oaxaca, de cuyo enlace nacen cuatro hijos: Andrés, Luis, Melchor y Lorenzo[1]. Tras permanecer algo más de una década en las Indias y mejorar económica y socialmente, Andrés de Mesa junto con su familia decide volver a su tierra natal. Como imborrable recuerdo de su estancia novohispana trae consigo un cristo tarasco, que a su llegada a la villa que lo viera nacer despertara tanta devoción y compasión entre sus paisanos.

De nuevo en Montilla, habitando ya su solariega casa inmediata a la del Inca Garcilaso de la Vega[2], estipula con los cofrades de la Vera Cruz la donación del crucificado. El acuerdo es alcanzado y rubricado ante el escribano público Andrés Capote el 10 de septiembre de 1576, en plena celebración del octavario en honor de la Exaltación de la Santa Cruz, que la cofradía matriz montillana organizaba.

Cabecera del acta notarial de la donación del Santo Cristo de Zacatecas, otorgada por el indiano Andrés de Mesa y su esposa Francisca Cortés, el día 10 de septiembre de 1576, asentada por el escribano Andrés Capote.
En la escritura notarial, el indiano Andrés de Mesa recuerda su estancia en el Nuevo Mundo y expone la intención con la que adquirió y trasladó la efigie de caña:

“Sepan quantos la presente escriptura vieren como yo Andrés de Mesa, hijo legítimo que soy de Andrés Fernández de Mesa, vecino que soy en esta villa de Montilla, digo que por quanto mi voluntad a sido y que es muchos años de ser hermano y cofrade de la cofradía y hermandad de la Santa Vera  Cruz de esta villa de Montilla y con esta mi voluntad yo he residido en las Indias algunos años y de ellas yo truxe una hechura de un Xpto para que esté y se ponga en la casa y iglesia de la dicha cofradía de la Santa Vera Cruz desta dicha villa porque con este intento yo lo truxe e para que esto tenga efecto otorgo y por el tenor de la presente escriptura conozco  en aquella vía y forma que mejor de derecho hubiere lugar, por la devoción que tengo a la dicha cofradía y por otras causas y justos respetos, dignas y merecedoras de gratificación que hago gracia y donación a la dicha santa / cofradía de la Vera Cruz de esta dicha villa de la hechura del dicho Xpto con su cruz e vueltas de plata en dicha cruz, donación buena, pura, mera, perpetua e perfecta, acabada, irrevocable, de las que el derecho llama hecha entre vivos, la cual e por insinuada e manifestada legítimamente ante juez y como de derecho se requiere y suplo qualquiera defecto e falta que pueda tener, oblígome de no la revocar por testamento ni codicilo abintestato ni de otra manera ni por las causas que el derecho dispone, por las cuales los donadores pueden revocar las donaciones que otorgan, ni por alguna de ellas.”[3]

Tras manifestar su voluntad, Andrés de Mesa demanda varios derechos y condiciones para sí, su esposa y sus descendientes, entre las cuales solicita el ingreso en la hermandad y cofradía:

“Primeramente que yo el dicho Andrés de Mesa y Francisca Cortés mi mujer habemos de ser hermanos e cofrades de la dicha hermandad desde hoy día de la data escriptura en adelante e por tales a ambos a dos nos han de recibir y admitirnos por tales para que gocemos de lo que los demás hermanos e cofrades gozan, esto sin pagar por la entrada limosna alguna, mas de que durante el tiempo que fuéremos hermanos paguemos la limosna y contribuciones  que los demás hermanos pagan y contribuyen a los plazos y de la forma y manera que son obligados./
Y con que asimismo que cada y cuando que quisieren entrar por hermanos en la dicha cofradía qualquier de mis hijos que yo al presente tengo y tuviere de aquí adelante lo puedan hacer y hagan sin por ello pagar ni paguen por la entrada de limosna cosa alguna, mas de pagar adelante como dicho es las contribuciones que los demás hermanos pagan y sean obligados los hermanos y cofrades de ella a los recibir por tales.”[4]

Asimismo, determina con los oficiales de la cofradía la ubicación de la imagen y los derechos perpetuos sobre ella, que recaen en los cofrades regentes de la corporación religiosa. Del mismo modo, hace constar en este mismo punto las medidas que han de tomar sus herederos y los oficiales de la Vera Cruz llegado el supuesto en que la autoridad eclesiástica decida desprenderse del crucificado mexicano:

“Y con que el dicho Xpto ha de estar en la dicha iglesia de la Santa Vera Cruz y hermandad para siempre y que de allí no se pueda quitar ni quite por cualquier persona que sea ni por obispo, ni arzobispo, ni provisor, vicario, ni rector en ningún tiempo que sea por causa o causas que para ello tengan o puedan tener y si contra esta mi voluntad y disposición, la dicha hechura del dicho Xpto se sacare de la dicha iglesia y hermandad, que en tal caso cese esta escritura y lo contenido en ella y no valga ni haga fe y esta sea bastante causa para que yo y mis herederos y sucesores la puedan revocar y revoquen y la dicha hechura del dicho Xpto se aprecie lo que puede valer por dos buenas personas expertas y que de semejantes cosas noticia tengan y por la cantidad que ellos dijeren y declaren, por aquellas se esté y pase. La cual dicha cantidad se tome y haga dos partes, y la una de ellas sea para la dicha cofradía y hermandad y la otra para mí el dicho Andrés de Mesa o para mis herederos e sucesores y para que esta condición y gravamen tenga efecto doy mi poder cumplido cual de derecho en tal caso se requiere para que cada los hermanos y oficiales de la dicha cofradía que de presente son y de aquí adelante fueren para que cada y cuando y en cualquier tiempo acaeciere el llevar y sacar de la dicha iglesia la dicha hechura del dicho Xpto e imagen como dicho es, puedan los susodichos o qualquiera dellos defenderlo y ampararlo para que no se saque de la dicha iglesia sino que siempre esté en ella como dicho es, que para esto es y otorgo a los susodichos el poder que en derecho en tal caso se requiere como dicho es, con general  administración que para todo el fuero doy.”[5]

Por último, Andrés de Mesa reserva para su linaje la preferencia a portar el Santo Cristo en aquellas procesiones en que la cofradía decida organizar, ya sean ordinarias o extraordinarias:

“Y con que cada y quando y en qualquier tiempo y todas las veces que la dicha hechura de dicho Xpto o imagen se sacare en procesión en qualquier día que sea para qualquier efecto o necesidad, yo el dicho Andrés de Mesa y mis hijos y sucesores e descendientes de mí en qualquier grado que sea  fuéremos hermanos y cofrades de la dicha cofradía, lo podamos llevar e llevemos el dicho Xpto en procesión como dicho es y seamos en este caso preferidos a los demás hermanos que hubiere.”[6]  


Los dirigentes de la cofradía “Hernán Martín de Carmona, hermano mayor de la dicha cofradía y Hernán Sánchez Prieto, alcalde della, e Miguel Ruiz Salvador, asimismo alcalde de la dicha cofradía y Martín Gómez Mantero albacea della, todos vecinos que somos en esta villa de Montilla, oficiales de la dicha hermandad como dicho es” suscriben en nombre propio y en el de todos los hermanos cruceros de la villa la donación y “aceptamos y recibimos en nuestro favor esta escriptura y de la dicha cofradía y hermandad y hermanos de ella, en nuestro favor y de ellos como en ella se contiene y recibimos la hechura del dicho Xpto para que esté y asista en la dicha iglesia”[7].

De igual forma, en el mismo protocolo notarial queda reflejado la aceptación y recepción “para que sean hermanos y gocen de las preeminencias y libertades que los demás hermanos y cofrades gozan en vida y en muerte y a que los dichos Andrés de Mesa y sus hijos y descendientes, en cualquier grado que sea llevarán la dicha hechura de Xpto e imagen todas las veces que saliere de la dicha iglesia en procesión y serán preferidos a los demás hermanos e cofrades en este caso”. Para lo cual, se levantó escritura en la sala capitular de la casa y ermita de la Vera Cruz “en diez días del mes de setiembre de mil e quinientos e setenta y seis”[8].

Capilla del Cristo de Zacatecas, en la parroquial de Santiago. Al templo mayor
montillano llegó el crucificado en 1809 procedente de la ermita de la Vera Cruz,
 ocupada por las tropas napoleónicas. En 1932 fue trasladado a la primitiva
capilla sacramental, donde hoy recibe culto y veneración.

Esta donación que la familia Cortés de Mesa –popularmente llamados “los peruleros” por su residencia en las Indias– realizó a la cofradía matriz montillana les hizo granjearse el afecto y la popularidad entre sus vecinos. Igualmente, su parentesco con Hernán Cortés les valió para alcanzar cargos y oficios propios de hijosdalgos, dados por los marqueses de Priego, cuyo señorío se extendía por varias de las poblaciones del sur cordobés y cuya capital era la floreciente Montilla. Pedro Fernández de Córdoba, IV marqués de Priego, contraería matrimonio en 1587 con Juana Enríquez de Rivera y Cortés, nieta del conquistador de Nueva España, fijando su residencia en su palacio de montillano. La llegada de una descendiente directa del marqués del Valle de Oaxaca, nuevamente favoreció la situación social de Andrés de Mesa, que un año más tarde es nombrado “depositario de el pan y maravedíes del pósito y de maravedíes de dehesas”. Poco después fue nombrado regidor del cabildo de Justicia y Regimiento. Además, aparece en los documentos de la época ocupando cargos como mayordomo de la cofradía de los Caballeros de cuantía de Santiago, hermano mayor de la Santa Vera Cruz y, asimismo, recibió para sí y sus descendientes –de manos de la misma marquesa– los títulos de los oficios de fiel y ejecutor, como también de procurador, entre otros.

Andrés de Mesa falleció el 24 de septiembre de 1602 y Francisca Cortés cuatro meses después[9]. En su última voluntad, manuscrita y registrada seis días antes de su óbito, volvería a legar a la cofradía de la Vera Cruz parte de sus bienes, incluidos “dos candeleros de plata que yo tengo que pesan siete marcos poco más o menos para que se haga una lámpara de plata para la ermita de la Vera Cruz desta villa y lo que costare de hechura se pague de mis bienes”[10], que se emplearán para alumbrar al crucificado tarasco que ocupaba el altar de la capilla mayor de la ermita.

Sus descendientes mantuvieron, durante más de dos siglos, vivo el privilegio de portar al Santo Cristo en sus salidas procesionales y asistencia a los cultos claustrales que la hermandad organizaba a su titular. Los Cortés de Mesa –como se hacían apellidar– entroncaron con las familias más notables del marquesado, llegando a emparentar con varias casas nobiliarias andaluzas durante los siglos XVII y XVIII.

La veneración popular al Santo Cristo de Zacatecas hizo que sobre el crucificado se fundasen en el siglo XVII varias capellanías, memorias, mandas testamentarias y obras pías que hicieron enriquecer el patrimonio, los cultos y procesiones organizados por la cofradía en las festividades de Semana Santa, y de la Invención y Exaltación de la Santa Cruz.

Hoy, después de cuatro largos siglos, aún se mantiene viva la veneración y la devoción al Santo Cristo de las Indias, que fuera precursor de las manifestaciones pasionistas del pueblo cristiano de Montilla, el mismo que tras su majestuosa huella viera nacer la Semana Santa que la ciudad hoy vive.

* Trabajo publicado en: Tercerol: cuadernos de investigación, Nº 12, año 2008, págs. 135-150.

BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS:

GARCÍA-ABÁSOLO, A.: La vida y la muerte en Indias. Cordobeses en América (Siglos XVI – XVII). Córdoba, 1992.
AA.VV.: Imaginería indígena mexicana. Una catequesis en caña de maíz. Córdoba, 2001.
AMADOR MARRERO, P.: Traza española, ropaje indiano. El Cristo de Telde y la imaginería en caña de maíz. Las Palmas de Gran Canaria, 2002. 


[1] Archivo de Protocolos Notariales de Montilla (APNM). Escribanía 1ª. Leg. 26, fols. 831 – 833 v.
[2] Mestizo nacido en Cuzco en 1539, fruto del matrimonio del capitán Sebastián Garcilaso de la Vega con la princesa inca Isabel Chimpu Ocllo. Con 21 años, por expreso deseo de su padre, se traslada a España para continuar con sus estudios. Se establece en Montilla en casa de su tío paterno el capitán Alonso de Vargas. Como su padre y su tío, abraza la carrera militar y consigue el grado de Capitán, que lo desempeña bajo las banderas de Juan de Austria en la sublevación de los moriscos de Granada y en las campañas de Italia. Residió en Montilla más de 30 años, donde administró la herencia de su tío Alonso y se formó intelectualmente en su colegio jesuita. En este periodo comenzó a escribir sus primeras crónicas de la conquista del imperio Inca. En 1591 se traslada a Córdoba, donde toma los hábitos clericales. Muere en esta ciudad en 1616, y está enterrado en la capilla de las Ánimas de la mezquita-catedral. Es autor de: La Florida del Inca, Comentarios Reales, Historial general del Perú, y traductor de los Diálogos de Amor, de León Hebreo.
[3] APNM. Escribanías S. XVI. Leg. 101, fols. 84 v. – 87 v.
[4] Ibídem.
[5] Ibíd.
[6] Ibíd.
[7] Ibíd.
[8] Ibíd.
[9] Archivo Parroquial de Santiago de Montilla. Abecedario de difuntos, s/f.
[10] APNM. Op. cit.