viernes, 21 de septiembre de 2012

EL MAESTRO JUAN DE ÁVILA Y LAS PRIMERAS EDICIONES DE SUS OBRAS (I)


La amistad de Juan de Ávila y Fray Luis de Granada.

Juan de Ávila nace hacia 1499, en una solariega casa de Almodóvar del Campo de Calatrava. Hijo de Alonso de Ávila y Catalina de Gijón, cursa durante varios años  Leyes en Salamanca, aunque antes de concluir su formación universitaria se retira a su tierra natal, y tras un período de reflexión vuelve a marchar a Alcalá de Henares para estudiar Artes y Teología. Ordenado sacerdote en 1526, decide dedicar su labor misionera el Virreinato de Nueva España. Con tal propósito se traslada a Sevilla, donde el arzobispo Alonso Manrique cambia su aspiración inicial, animándolo desempeñar su obra evangelizadora en Andalucía.

Retrato del Maestro Juan de Ávila, publicado en 1635
Durante los nueve años siguientes, predica por varias poblaciones de la archidiócesis hispalense. Entre 1531 y 1533 es objeto de un proceso inquisitorial del que sale absuelto. Posteriormente, marcha a Córdoba donde conoce a Fray Luis de Granada, que se encuentra en la ciudad califal reconstruyendo el clausurado monasterio dominico de Scala Coeli, del que había sido nombrado prior.

Ambos predicadores coinciden en la ciudad de Acisclo y Victoria emplazados por la noble casa de Priego y Feria “grandes estimadores de hombres santos”. Durante el siguiente decenio se fraguará una estrecha amistad entre ellos, como deja escrito Fray Luis “por haber tratado muy familiarmente con este padre donde nos acaeció usar algún tiempo de una misma casa, y mesa”.[1]

Juan de Ávila y Fray Luis se encuentran asiduamente en las villas donde residen los marqueses: Palma del Río, Priego de Córdoba, Zafra, y Montilla, lugar en el que estos nobles ubican su definitiva residencia y capital de su señorío.

En 1545 Fray Luis abandona Córdoba y se traslada a Badajoz para dirigir la fundación de su convento dominico. Cinco años más tarde marcha a Évora, invitado por el arzobispo de esa ciudad lusitana. En 1557 es elegido Provincial de la Orden de Santo Domingo en Portugal.

Tras varios años de constantes viajes por la geografía andaluza, el maestro Ávila acepta la propuesta de Catalina Fernández de Córdoba, II Marquesa de Priego, de fijar su morada de Montilla. Asentado en la villa en la que pasaría el resto de sus días, el Apóstol de Andalucía decide retomar su labor espiritual y literaria, acompañado en todo momento de dos clérigos discípulos: su amanuense Juan de Villarás y su sobrino Juan Díaz.

Durante su activo retiro, mantiene un extenso epistolario con sus discípulos y amigos, de los que no pocos adquieren relevancia intelectual en la época, llegando a alcanzar en algunos casos la santidad. Entre otros, podemos citar a Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Juan de Rivera, Pedro Guerrero, Pedro de Alcántara o Fray Luis de Granada. Asimismo, son muchos los místicos y ascetas que visitan su recoleta casa montillana, buscando confesión o consejo, tales como Juan de Dios o Francisco de Borja.

Una de las grandes devotas de la encendida predicatoria y piadosa dirección espiritual del padre Ávila es Ana Ponce de León, hija del Duque de Arcos, desposada con Pedro Fernández de Córdoba, Conde de Feria e hijo de la Marquesa de Priego, que enviuda con sólo veinticuatro años. Tras la muerte de su esposo y de uno de sus hijos, manifiesta al padre Ávila, su confesor, su deseo de consagrar el resto de su vida a la oración en el seráfico convento de San Clara de Montilla, cenobio donde pasará el resto de sus días dedicada a la contemplación. Sin duda, este hecho determinaría que Juan de Ávila acabase fijando su residencia en este feudo de la diócesis cordobesa.

En este período, la producción literaria del Maestro de Santos se acrecienta de forma considerable, corrige su tratado del Audi, filia, que había sido impreso sin su autorización en 1556 y ya estaba inserto en el catálogo de libros prohibidos por la Inquisición. Reformado el texto original del tratado espiritual –que había visto la luz de manera inoportuna–, el Conde de Palma lo intenta llevar a la imprenta bajo su mecenazgo, aunque sin resultado favorable. Por si fuera poco, su debilitada salud le impide conocer la edición impresa y corregida de su preciado tratado, pues Juan de Ávila fallece el 10 de mayo de 1569 en su casa de Montilla, asistido por su inseparable Juan de Villarás y acompañado por la marquesa de Priego y por el rector del colegio jesuita de la villa.

Se imprimen los primeros escritos del Maestro Ávila. Audi, filia, Epistolario y Tratado del Amor de Dios.

Tras la muerte del padre Ávila, sus discípulos continúan con las diligencias para  publicar el Audi, filia. El padre Juan de Villarás “que perseveró diez y seis años en su compañía, hasta la muerte” queda como heredero universal de los escasos bienes de su maestro, entre ellos, su archivo y biblioteca[2]. Su deudo, Juan Díaz es el gran promotor de la empresa, patrocinada por D. Alonso de Aguilar, Marqués de Priego, a quien está dedicada la obra por sendos presbíteros[3].

Portada del Epistolario Espiritual, impreso en Madrid, 1578.
El místico tratado, nuevamente revisado y aprobado por el Santo Oficio, ve la luz pública en 1574. El padre Villarás comparece en las escribanías públicas montillanas el 23 de septiembre de 1575 con el propósito de otorgar poder a Juan Díaz, residente en Toledo, “para que se imprimiesen tres mil libros de los malos lenguajes del mundo, carne y demonio, y de los remedios contra ellos[4] que acabarán por salir de las prensas toledanas de Juan de Ayala y de las matritenses de Pierres Cosin. Un año más tarde aparece una nueva edición en Salamanca, tirada por el impresor Matías Gast, que retoma el título original de Audi, filia, et vide, &c. Juan Díaz se traslada a Alcalá de Henares en 1577, donde contrata con Antón Sánchez de Leyva una reimpresión del texto dirigido a Doña Sancha Carrillo. En los dos años sucesivos se publica por vez primera otra obra del Padre Ávila, el Epistolario Espiritual, que está dividida en dos partes y sale de la imprenta complutense de Sánchez de Leyva y de la matritense de Pierres Cosin.

El 6 de mayo y el 22 de octubre de 1580 Villarás concurre nuevamente ante escribano público “como heredero universal que soy del padre maestro Juan de Ávila difunto que este se halló que residió en esta dicha villa de Montilla” para otorgar su licencia por oficio notarial “al padre Juan Díaz estante en la ciudad de Salamanca” para que “pueda hazer imprimir y dar a imprimir y imprima dos libros el uno intitulado audi filia y otro que es un epistolario y que imprima el primero y segundo volumen los cuales dichos libros compuso el dicho padre maestro Juan de Ávila y se han impremido en la impresión de la villa de Madrid corte de su Mg. y en la ciudad de Toledo por provisión de su Mg. Real y de los señores del Real consejo con facultad y prominencia que otra cualquiera persona no lo pueda imprimir”[5].

En 1581 la Compañía de Jesús patrocina una nueva edición del tratado avilista, que retoma el prolongado título de Libro espiritual que trata de los malos lenguages del mundo, carne y demonio, y de los remedios contra ellos... siendo impresa en Alcalá de Henares, por Juan Iñiguez de Lequerica. Este mismo año, el demandado texto espiritual cruza las fronteras españolas, y ve la luz en idioma italiano por Francesco Ziletti en Venecia, que también se encarga de estampar el Tratado del Amor de Dios, obra ésta que vuelve un año después a las prensas del taller que dirige Policreto Turlini en Brescia.

Hasta 1588 hay que esperar para leer el Audi, filia, y el Epistolario en francés, que son impresos en cuatro imprentas distintas de París. Un año más tarde, el primero de ellos, es estampado en castellano por Alfonso López en Lisboa, y en 1590 el segundo corre impreso en italiano fruto de las prensas florentinas de Filippo Giunti, que lo vuelve a reimprimir un trienio después, a la par que Luigi Zannetti lo hace en Roma.

Autógrafo del presbítero Villarás
En la segunda parte de este trabajo, hablaremos de la primera biografía del Maestro Ávila, escrita por Fray Luis de Granada y nos adentraremos en las vicisitudes y pormenores históricos que tuvieron que sortear los editores (Díaz y Villarás) para llevar adelante su publicación. Asimismo, también nos ocuparemos de las primeras ediciones de las Obras generales del Maestro Ávila, que reunidas en varios tomos fueron publicadas simultáneamente en varios idiomas por toda Europa.

NOTAS

[1] Ávila, Juan de: Obras del Padre Maestro Ivan de Ávila, predicador en el Andaluzia. Aora de nuevo añadida la vida del Autor, y las partes que ha de tener un predicador del Evangelio, por el padre fray Luys de Granada… Madrid, 1588. Al christiano lector, fols. 1 – 3 v.
[2] Juan de Villarás declara que “fue heredero universal que había sido del Sr. Maestro Juan de Ávila que residió y murió en Montilla, cuya herencia tenía aceptada y nuevamente aceptaba con beneficio de inventario”. Asimismo, el 05/11/1577 declara, ante el escribano público Juan Martínez de Córdoba, ser natural de la villa de Zafra, y hace donación irrevocable al Colegio de la Compañía de Jesús de Montilla de la biblioteca heredada del padre Ávila. Fundación Biblioteca Manuel Ruiz Luque (FBMRL) Ms.12. n. 94. (El protocolo original no lo hemos hallado. La noticia está tomada por el historiador Lucas Jurado y Aguilar en el siglo XVIII).
[3] Libro espiritual, sobre el verso Audi filia, et vide, & c. Compuesto por el padre Maestro Ivan de Avila, Predicador en el Andaluzia. Dirigido a Don Alonso de Aguilar, Marques de Priego, Señor de la casa de Aguilar.
[4] Archivo de Protocolos Notariales de Montilla (APNM). Siglo XVI. Leg. 141, f. 533.
[5] APNM. Leg. 144, f. 136.

jueves, 12 de julio de 2012

JOSÉ NÚÑEZ DE PRADO Y FERNÁNDEZ (1824 – 1894)

Entre los anaqueles de la memoria vagan olvidados muchos de los nombres que aportaron su talento y su servicio para mejorar la vida española del momento que les correspondió vivir. El tiempo, ayudado de la ignorancia y la desidia, ha marginado injustamente a tantos de aquellos que tras su muerte cayeron en la sima del olvido, a pesar de haber contribuido a construir una sociedad mejor.

Por suerte, siempre queda alguna huella del pasado que unida al interés de una sociedad ilustrada y a una profunda labor de investigación, ofrecen gratos resultados que nos permiten redescubrir la biografía de cualquier nombre relegado.

Tal es el caso del montillano José Núñez de Prado, que forma parte del elenco de hijos ilustres que ha dado la ciudad de Montilla a la esfera nacional, en uno de los períodos más agitados de nuestra historia, la segunda mitad del siglo XIX.

Jurista, Militar y Político, Núñez de Prado es un claro exponente de aquella generación de intelectuales que conciliaron su carrera profesional con su vocación cultural, en la que destacarán no sólo por su labor pública sino también por su devoción a las nobles letras, cultivando con rigor y esmero la poesía, el teatro, el ensayo, la historia o la bibliofilia.

A la izquierda de esta fotografía se aprecia parte de la fachada de la casa solariega de los Núñez de Prado, ubicada en la calle San Luis, nº 9. (Foto Ruquel)
Hijo de Francisco Javier Núñez de Prado y Mª Remedios Fernández, nace el 20 de octubre de 1824. Tras pasar su infancia y juventud en la tierra que le ve nacer y crecer, con dieciocho años se traslada a Sevilla donde inicia sus estudios de Jurisprudencia en la Universidad Literaria, que culmina en Madrid donde se licencia en 1854.
Ese año ingresa en el recién creado Cuerpo Jurídico Militar, siendo nombrado Fiscal de Guerra. Participa en la Campaña de África (1859-60) en calidad de Auditor de Guerra y Marina, alcanzando el generalato. Junto a Leopoldo O´donnel supervisa las operaciones militares acontecidas en Sierra Bullones, Angliera, Benzú, Tánger y la definitiva batalla de Wad Ras, que pone fin al conflicto y da la victoria final a nuestro ejército.

Núñez de Prado fija su residencia en Madrid, donde conoce in situ la fragmentación de la clase política y la debilidad de los poderes ejecutivo y legislativo, que intentan  consolidar un sistema de Estado Liberal, bajo el reinado de Isabel II.
Su lealtad a la Corona y al orden constitucional vigente, le sitúa en la vanguardia de varias intentonas golpistas republicanas y federalistas sucedidas en Madrid (1856) y Valencia (1867 y 1869), en la defensa de Barcelona (1871) dentro de las operaciones militares desarrolladas durante la 3ª guerra Carlista y, asimismo, en la sublevación cantonal de Sevilla (1873), a la que hace frente restableciendo la normalidad cívica.
A partir de 1875, tras la Restauración de la monarquía en la persona de Alfonso XII, Núñez de Prado inicia su carrera política promovido por Cánovas del Castillo, integrándose en el Partido Liberal-Conservador. Ocupará los cargos públicos de   Gobernador Civil de Sevilla, Málaga y Cádiz. También, resultará elegido Diputado a Cortes por el distrito de Grazalema y, más tarde, Senador por la provincia de Pontevedra.
En 1882 se retira de la vida política y vuelve a la Jurisprudencia Militar como Consejero Togado del Tribunal Supremo de Guerra y Marina, donde formará parte de la Comisión para las reformas de las leyes marciales, de la que surgirá el Código de Justicia Militar de 1887.
Su trayectoria profesional alcanzará su apogeo en 1890 siendo nombrado Consejero de Estado, alto cargo que ejerce en la Sección de Gobernación y Fomento, y en la de Gracia y Justicia respectivamente, y que conciliará con el de Ministro del Tribunal de lo Contencioso-Administrativo.


José Núñez de Prado y Fernández, luce las condecoraciones conseguidas en su carrera sobre el uniforme de gala y atributos de General del Cuerpo Jurídico Militar. (Museo Bellas Artes Córdoba)

De su vocación intelectual hemos de destacar sus facetas de autor y traductor de poesía y prosa, de crítico literario, de bibliófilo e, inclusive, de historiador.
Publica sus primeros versos en la Revista Literaria del Avisador Cordobés, y su nombre lo encontramos entre los fundadores de la Sociedad Literaria Sevillana (1844).

Ya en Madrid, Núñez de Prado forma parte de la tertulia literaria El Parnasillo, que reúne a los escritores y artistas residentes en la capital del Reino en el Café del Príncipe, junto al Teatro Español. Colabora en la prestigiosa Revista de España, así como en la revista cordobesa El Álbum, y en la célebre Revista Contemporánea. También edita un poemario épico titulado La Conquista de Tetuán que, dedica a la memoria de O´donnell.

Como traductor, vierte al idioma español obras escritas en francés, de Alejandro Dumas y Víctor Hugo, así como en italiano e inglés, tales como Macbeth de Shakespeare; y Parisina, La novia de Abido y El infiel de Lord Byron, que recoge en un volumen titulado “Tres poemas de lord Byron puestos en verso castellano”, que será prologado por Cánovas del Castillo.

Como ensayo histórico Núñez de Prado nos dejó impreso un Estudio sobre el Derecho Militar en España, que fue publicado en los preliminares del Código Penal Militar a partir de 1884 en múltiples ediciones.
Miembro de la Sociedad de Bibliófilos Españoles, colaboró con el Marqués de la Fuensanta del Valle en 1875, prologando la edición del Romancero Historiado de Lucas Rodríguez, de la prestigiosa colección de Libros Raros y Curiosos.
Su vida se apagará el 15 de abril de 1894 en Madrid, donde recibió sepultura. Presidió el sepelio el Presidente del Gobierno, su gran amigo Antonio Cánovas del Castillo.
Los méritos de su dilatada actividad pública se pueden sintetizar en las distinciones recibidas. Fue nombrado dos veces Benemérito de la Patria, Caballero de las órdenes de Malta y de Carlos III, ostentaba la encomienda y Gran Cruz de Isabel la Católica, la Medalla de la Campaña de África y las Grandes Cruces Roja y Blanca del Mérito Militar, entre otros reconocimientos.
José Núñez de Prado reúne una biografía digna de rescatar del olvido, que ha sido redescubierta gracias a la iniciativa del Casino Montillano, con el cometido de  reivindicar su legado profesional e intelectual, como hijo de esta tierra donde dio sus primeros pasos y escribió sus primeras letras.

jueves, 22 de marzo de 2012

NUEVAS NOTICIAS HISTÓRICAS SOBRE LA VENERACIÓN A NUESTRA SEÑORA DEL SOCORRO EN EL SIGLO XVII

Actual imagen de Ntra. Sra. del Socorro
 Hace algo más de seis años, exactamente el domingo 11 de diciembre de 2005, era bendecida la nueva imagen de Ntra. Sra. del Socorro. Puso nuevo rostro a tan antigua advocación el artista cordobés Antonio Bernal y la nueva efigie dolorosa fue ungida para el culto público por el Ilmo. Sr. Fernando Cruz-Conde y Suárez de Tangil bajo el padrinazgo de los Condes de Prado Castellano.

Para aquella ocasión, en esta misma revista, recopilamos las referencias históricas que hallamos sobre este centenario título de la Madre de Dios en nuestra ciudad, ensayamos sobre sus probables orígenes italianos y su llegada hasta tierras españolas de manos de las huestes del Gran Capitán.

En nuestra incesante búsqueda del pasado montillano, hemos localizado nuevas reseñas que delatan la fervorosa veneración que la Mater Dolorosa de la Vera Cruz tuvo en la segunda mitad del siglo XVII.

Entre 1665 y 1675 hubo en Montilla una intensa renovación de las cofradías penitenciales. En estos años se sumaron a las procesiones de Semana Santa las imágenes del Cristo de la Humildad y Paciencia, en el cortejo de la Concepción Dolorosa el Miércoles Santo; la Santa Cena, el Cristo de las Prisiones y la Magdalena, en la Vera Cruz el Jueves; el Cristo Amarrado a la Columna, que acompañará desde entonces a las Angustias tras la escisión de la Soledad, que ya por la noche del Viernes Santo la naciente cofradía saldrá con las nuevas efigies, realizadas en Granada, del Santo Entierro y la Virgen. Todas estas incorporaciones completarán el acervo cofrade local que permanecerá invariable hasta bien entrado el siglo XIX.
Por estos años también aparece en el panorama cofrade un nuevo concepto orgánico  sobre de la tutela de las imágenes sagradas que recibían culto. Nacen hermandades autónomas de la cofradía matriz, y por tanto, sujetas a sus Reglas aprobadas por la Autoridad Diocesana, que tienen una misión específica dentro del organigrama de dicha cofradía, y un cupo limitado de componentes. Ello conlleva a las hermandades la recopilación de unos reglamentos propios, ceñidos al compromiso que se fijan. Estos reglamentos son aprobados por el hermano mayor y consiliario de la cofradía pertinente, y elevados a escritura oficial ante escribano público. Entre otras modalidades, se crean hermandades de luz, de portadores de andas, o de palios de respeto, donde un número determinado de personas se comprometen a alumbrar, portar o cubrir a la imagen de su devoción en las procesiones que realice públicamente.

Tal es el caso de Lorenzo Ximénez Hidalgo, Melchor Alcaide, Juan de Luque Crespo, Juan de Toro y Francisco de Cea, todos cofrades de la Vera Cruz y devotos de la Virgen del Socorro, que se ofrecieron al hermano mayor, Cristóbal Ramírez de Aguilar, el 3 de mayo de 1668, festividad de la Invención de la Santa Cruz, y ante notario acordaron “sacar el palio de la Madre de Dios en la procesión de la Santa Vera Cruz”[1]. Del mismo modo, se comprometieron de forma vitalicia en “dar trece hachas y buscar personas que las saquen en dichas procesiones” y así ampliar el tramo de hermanos de cirio que alumbrasen el camino de la Virgen. En contraprestación, el hermano mayor se comprometía a conseguir el mismo número de hermanos para que alumbrasen con otros tantos cirios. Estos cinco cofrades, se implicaron asimismo en demandar donativos para la cofradía durante el mes de mayo de cada año, y sufragar así los gastos que causaran el paso y palio de la Señora del Socorro.


Capilla del Señor de Zacatecas en  Santiago. Mitad del siglo XX.
Pero el fervor mariano en la ermita de la Vera Cruz se propaga avivadamente, y unos meses más tarde, el 18 de febrero de 1670, casi medio centenar de hermanos de la cofradía, entre los que se encontraban los citados arriba, se reúnen para crear una hermandad que diera cobertura a los fines votivos y cargas económicas del paso y palio de la Dolorosa que cerraba la procesión matriz de los disciplinantes. El oficio notarial recoge más de cuarenta nombres de montillanos, que declararon ser “hermanos de la Santa Vera Cruz y de Nuestra Señora que sale en la procesión que se hace los Jueves Santos por la tarde de la ermita de la Santa Vera Cruz desta ciudad en la cual sale la Reina de los Ángeles Madre de Dios Señora Nuestra”[2].

Los comparecientes implicaron sus vidas y sus bienes, y al unísono expresaron en favor de la Dolorosa del Socorro su devoción y compromiso. Para ello, rubricaron su vínculo anual “de sacar en dicha procesión de los Jueves Santos por la tarde todos los días y años de su vida a su divina majestad y su palio en la cual han de sacar de todo lo necesario a su costa todas las veces que se ofrecieren y tuvieren necesidad de ello dicho palio y así mismo de sacar en dichas procesiones quince hachas de cera que vayan alumbrando a su divina majestad en dicho paso”[3].

Al igual que el acuerdo rubricado dos años antes, los firmantes correrían con los gastos de los cultos y procesiones de la Virgen del Socorro, y daban potestad al hermano mayor de la cofradía para reemplazar sus cargos y sitios dentro del cortejo procesional, en caso de incumplir el reglamento prometido.

Este grupo de hermanos no sólo atendió a su compromiso con la cofradía matriz, también acordaron entre ellos sufragar y celebrar una misa cada vez que falleciera un componente de la hermandad, como también acompañar al difunto con “cuatro hachas para alumbrar en su dicho entierro”. Igualmente, podían elegir un tesorero, denominado “censuario”, que administrara los donativos y cuotas de los hermanos, como también gozaban de autonomía para que “cada vez que muera cualquiera de dichos hermanos de poder nombrar otra persona que entre en lugar de dicho difunto para que cumpla por ello contenido en esta escritura”[4].

No fueron estas las únicas ocasiones en que se crearon hermandades en torno a las imágenes veneradas en la ermita de la Vera Cruz. Tenemos constancia documental de la existencia de varias hermandades más instauradas para rendir culto al Cristo de las Prisiones, al Ecce Homo, al Amarrado a la Columna, a la Magdalena y, cómo no, al Santo Cristo de Zacatecas, titular de la cofradía.

Con el paso del tiempo, estas corporaciones surgidas al amparo de la Cofradía matriz de la Vera Cruz, serán la única alternativa a las constantes censuras que sufre la antigua cofradía penitencial a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, en que son prohibidas en España las procesiones de sangre y suprimidas las cofradías de flagelantes. A causa de estas circunstancias históricas se convirtieron en las herederas de la matriz y, por ende, las consecutivas del mantenimiento y culto de estas centenarias imágenes, para que así no se apagara la llama viva de la fe y la tradición que encierra cada una de las efigies de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, que durante siglos evangelizaron a todas esas generaciones de montillanos que nos legaron la identidad y personalidad de nuestra Semana Santa.


Anterior imagen de Ntra. Sra. del Socorro, que procesionó el Martes Santo durante algunos años de la década de 1970


Como colofón a este breve trabajo histórico sobre la veneración que siglos atrás tuvo la bendita Madre de Dios del Socorro –como ya era denominada–, es nuestro deseo cerrar con un extracto de las líneas manuscritas de uno de los historiadores locales más rigurosos que ha tenido nuestra ciudad, Francisco de Borja Ruiz-Lorenzo Muñoz,  que así describía en 1779 a la cofradía de la Santa Vera Cruz:
“Su fundación y origen no consta, pero si hay sólidas enunciativas y tradición de ser casi del mismo tiempo de la Parroquia y conquista. Se ve en ella radicada una muy antigua cofradía que nombran de la Vera Cruz, cuyo entablamento tampoco consta, solo si hay corriente noticia que la Sagrada Imagen de Nuestra Señora, que ahora titulan Soledad, se decía y le llaman del Socorro, y es antiquísima y origen de ello. […]

Tomó la Cofradía por su instituto el culto al Señor y su bendita Madre, como lo dan con todo esmero. Sacan al año dos procesiones, la una Jueves Santo en la tarde, es de penitencia y sacan en remembranza de la Sagrada Pasión. Primer paso de Jesús cenando con sus discípulos; segundo, a Jesús en sus prisiones; tercero, a Jesús amarrado a la columna; cuarto, cuando se vio en el pretorio de Pilatos; quinto, cuando le crucificaron y último que va su amantísima Madre traspasada de dolor de verle, pero tan hermosa y misericordiosa que da todo consuelo.”[5]


[1] Archivo de Protocolos Notariales de Montilla (APSM). Leg. 1039, f. 201.
[2] APSM. Leg. 848. f. 73.
[3] Ibídem.
[4] Ibíd.
[5] LORENZO MUÑOZ, Francisco de Borja: Historia de Montilla. MS., 1779.

domingo, 4 de marzo de 2012

LA COFRADÍA DE LA VERA CRUZ A TRAVÉS DE UN INVENTARIO DE 1567

Una de las etapas más oscuras de la historia de la Semana Santa es el origen de las cofradías pasionistas. La mayoría de los historiadores coinciden en fijar en los últimos años del siglo XV o primeros del XVI el periodo de tiempo en el que ubicar los comienzos de este fenómeno social ocurrido en España. Este proceso se dificulta cuando nos referimos a entornos concretos, como son las poblaciones, donde inciden factores que pueden adelantar –o todo lo contrario– la llegada de esta expresión pública de fe. Por ello, vamos a tratar de responder las típicas preguntas que rodean el ambiente cofrade, cuando la tertulia de historia centra su atención entre los interesados en la materia. Hay que descender hasta las raíces de la cofradía montillana de la Vera Cruz, que es quien protagoniza desde los primeros tiempos la práctica colectiva y pública de la penitencia alrededor de una imagen de Cristo Crucificado en la noche del Jueves Santo.

 Los inicios de  las cofradías de la Vera Cruz en España

El uso de la disciplina flagelante ya se practicaba en Europa durante la baja Edad Media. En España fue propagada por el dominico valenciano San Vicente Ferrer (1350 – 1419) al que, en su peregrinar, le acompañaba una multitud de seguidores azotándose la espalda como modo de redención de sus pecados, a imagen y semejanza del castigo que Cristo recibió atado a la columna en el preludio de su crucifixión y muerte. A pesar de ser perseguido por el pontífice Clemente VI, el flagelo continuó siendo utilizado y, posteriormente, extendido por los franciscanos, quienes lo transmitieron a los legos y pueblo en general, que imitaba así de los frailes el camino hacia la misericordia divina[1].

Estos grupos, cada vez más numerosos, se fueron constituyendo en hermandades que, durante todo el año mantenían el culto a una imagen de Cristo Crucificado e igualmente a la Virgen María, siendo en Semana Santa cuando organizaban las públicas “procesiones de sangre” por las calles de la localidad. Con el correr del tiempo, el número de disciplinantes se fue incrementando y se comenzaron a constituir en cofradías bajo la devoción particular de la Santa Vera Cruz o de la Sangre de Cristo, que serían el arquetipo de las llamadas cofradías de sangre o penitenciales y, por consiguiente, el germen del fenómeno cofradiero en Semana Santa.

El proceso de implantación de cofradías penitenciales fue más temprano en las poblaciones donde existía un convento franciscano y su arraigo más notorio. La Orden Franciscana llega a Montilla en 1507 por voluntad y patrocinio del I Marqués de Priego, Pedro Fernández de Córdoba y Pacheco, siendo ésta la primera en establecerse en la que fuera villa cabecera de su señorío. En la diócesis de Córdoba, salvo en la capital que ya existe en 1538, las primeras cofradías cruceras se comienzan a establecer en los años centrales del siglo XVI[2], época más que probable que fuese fundada en Montilla[3].

Procesión de flagelantes

Primeras noticias de la Vera Cruz montillana

Aunque a día de hoy no hemos hallado un documento que registre la fecha de la fundación de la cofradía montillana, tenemos noticia de su existencia ya en 1558, manifestada a través de dos escrituras notariales en el oficio del escribano Jerónimo Pérez, que traslucen la plena actividad de la primitiva corporación pasionista. La primera de estas, fechada el 4 de mayo, trata de la obligación que se hizo el vecino Gonzalo García de Baena de una deuda que su familiar tenía contraída con la Cofradía, en la que se hace cargo de “doce reales que montan cuatrocientos y ocho maravedíes de la moneda usual […] por razón que los ha de pagar por Sebastián Trompeta vecino de esta villa que los debía a la dicha cofradía y él se obliga por ellos haciendo deuda ajena suya propia”[4].

La segunda, registrada por el mismo escribano, es similar a la anterior. Data del día 13 de agosto, en que Alonso Sánchez de Toro el viejo se presenta como depositario de una suma de dinero que su hijo Martín de Toro debía a la cofradía, cantidad que se obliga ante notario a pagar a la Vera Cruz a corto plazo[5].

Igualmente, hemos localizado varias donaciones a las imágenes de la cofradía, que se veneraban en su ermita homónima. Ante el escribano Andrés Baptista testaba el 26 de marzo de 1562 María Ruiz, mujer de Pedro Sánchez Rabadán, quien donaba “a la imajen de Nuestra Señora que está en la Santa Vera Cruz desta dicha villa un volante que tengo con un rostro de oro”[6]. Otra donación de cierta entidad fue enviada a la cofradía en 1564 por Diego de Campos, hijo de Rui Díaz de Cazorla, quien legaba mil maravedíes[7].

Asimismo, existe otra escritura fechada el 31 de agosto de 1567 y levantada en cabildo celebrado en la Parroquia de Santiago, que trata sobre un acuerdo al que llega Francisco Fernández de Gálvez con los representantes oficiales de la Cofradía[8], cuyas casas colindaban. El documento notarial relata con precisión los hechos acaecidos a raíz de unas obras que la cofradía lleva a cabo en su casa –posiblemente haciendo alusión a la ermita–, de las que se ve afectada la vivienda vecina por una canal maestra de evacuación de aguas que existe en la pared medianera de dichas edificaciones. Según  recoge el escribano, cuando la cofradía se hallaba en pleno proceso de las citadas reformas en su casa, el vecino Fernández de Gálvez denuncia la obra que es paralizada por la autoridad, hasta que se llega a un convenio entre ambas partes que evita presentar el caso ante la justicia. Finalmente, las partes conciertan la redacción ante notario de varias cláusulas a respetar y cumplir entre todos, y la obra prosigue hasta su término[9].

A pesar de no hacer referencia a la adquisición de la casa (o ermita), ni a los años que llevaba ocupándola dicha cofradía, este documento denota la vitalidad que la Vera Cruz tenía en estos años, pues ya contaba entre su patrimonio con bienes inmuebles propios, de lo cual se puede deducir con cierta firmeza que llevaba funcionando como corporación religiosa varios lustros.

Dibujo realizado por Juan Camacho para el alzado del Alhorí en 1723. En el ángulo inferior izquierdo se aprecia la desaparecida ermita de la Santa Vera Cruz
De Trento a Córdoba, pasando por Toledo

Durante estos años iba a tener lugar uno de los episodios más importantes que la Iglesia Católica ha experimentado en su devenir. Nos referimos a la celebración del  Concilio de Trento (1545 – 1563), de donde resultaron las normas que iban reformar a la institución fundada por Jesucristo. Entre otras muchas, en este congreso eclesiástico quedó aprobada la nueva regulación de las fundaciones religiosas y del culto a las imágenes sagradas, básicamente en los capítulos octavo y noveno de la Sesión XII, celebrada el 1 de septiembre de 1551, de cuyo resultado se implantó la obligación a los “Ordinarios del lugar” de supervisar anualmente la administración y contabilidad de Obras Pías, Hospitales y Cofradías. Del mismo modo, en la Sesión XXV –última del concilio– celebrada en los días 3 y 4 de diciembre de 1563, se trató sobre el correcto uso y culto de las imágenes y reliquias, refrendando así la postura oficial tomada por la Iglesia sobre esta cuestión siglos atrás, en el II Concilio de Nicea celebrado en el año 787[10].

Para hacer llegar y cumplir a todo el catolicismo las disposiciones reformistas aprobadas en Trento, el Pontífice ordenó que se celebrasen concilios provinciales y, posteriormente, sínodos diocesanos. En los años siguientes (1565 y 1566) tuvo lugar el Concilio provincial de Toledo, que presidido por el obispo de Córdoba, Cristóbal de Rojas y Sandoval –por estar la sede metropolitana vacante y ser éste el mitrado más antiguo–, hizo especial hincapié en la nueva normativa del culto público a las imágenes. Nada más finalizar el Concilio provincial de Toledo el obispo Rojas convocó un Sínodo en su diócesis cordobesa, donde se transfirieron todas las disposiciones a los vicarios de las poblaciones, entre las que se imprimieron las siguientes ordenanzas referentes a las imágenes y cofrades:

 “Porque de estar las imágenes que tienen las cofradías en las casas de los Priostes, y Mayordomos dellas, y de otras personas seglares, no están con la veneración y decencia que conviene, de que sea seguido y sigue algunos daños e inconvenientes; proveyendo en ello de remedio mandamos que de aquí adelante las tales imágenes siempre estén en las iglesias, donde las tales cofradías estuvieren instituidas, y no sean sacadas dellas, si no fuere para las llevar en las procesiones que se hizieren, y que en los lugares donde lo tal acaeciere, el Vicario haga traer a las iglesias las tales imágenes y proceda sobre ello por todo rigor y censuras hasta que se cumpla”. En representación de la iglesia montillana asistió el vicario y maestro Hernando Gaitán quien juró, junto con los demás eclesiásticos, ante el obispo “conforme al dicho capítulo que harían bien y fielmente su oficio, y que no excederán, ni dejarán de hacerlo por odio, favor, amor, interés, ni otro respeto humano”[11].

También, dentro del nuevo orden interno al que se pretendía conducir a la institución católica, el concilio estableció la realización de visitas generales anualmente, en las que se tomara cuenta del patrimonio de las obras pías, cofradías y hospitales, a los administradores y hermanos mayores, y estas quedaran registradas en libros de cabildo y cuentas que dichos responsables estaban obligados a presentar en la visita general al obispo o provisor autorizado al efecto.
 
Un inventario de 1567

La cofradía de la Vera Cruz montillana no fue ajena a todas estas reformas tridentinas. El mismo vicario Gaitán, como patrón de la misma, junto con el hermano mayor Fernán García del Mármol y el notable artífice Guillermo de la Orta –que actuó como testigo– entre otros vecinos, realizaron un riguroso inventario[12] que quedó recopilado por el escribano público Jerónimo Pérez el 16 de junio de 1567, documento que ha llegado hasta nuestros días y que, hasta la fecha, es el mejor exponente manuscrito que ilustra la realidad la ermita y cofradía de la Vera Cruz en los años centrales del siglo XVI.

El documento en sí es una gran aportación histórica, ya que nos permite recrear la vida y funcionamiento de esta cofradía penitencial en plena contrarreforma católica. El minucioso inventario lo hemos ordenado en varios grupos de bienes, y aunque no hemos respetado su forma original si lo hemos hecho con su fondo, para facilitar su  lectura, donde comenzamos recopilando las imágenes de culto: “Un crucifixo grande puesto en una cruz leonada que suele estar y está en el altar / Una imagen de Nuestra Señora con un niño Jesús en los brazos”[13] como también los útiles para las procesiones: “Unas andas con un calvario en que sacan el dicho crucifixo / Unas andas negras en que sacan la dicha ymagen / Un cobertor para ellas de paño negro / Un velo de red que está [debajo] del crucifixo en el altar mayor / Ocho horquillas coloradas”.

Igualmente encontramos anotados los enseres del guión procesional: “Una cruz grande y en ella pintado un crucifixo y puestas las ynsignias de la pasión / Una cruz que es pequeña torneada / Una manga de carmesí con una guarnición de raso amarillo / Otra manga de terciopelo negro con dos escudos de las cinco plagas, es de raso blanco y dos cruces y otras dos bordadas de raso amarillo / Otra manga de raso carmesí con una guarnición de raso verde / [Caja] y varas coloradas con sus cruces verdes / Dos aros para las cruces / Ocho bacines de madera / Un cajón nuevo que está en la yglesia de Sr. Santiago en que está la cera y paños.”

La imagen de la Virgen –que poco tiempo después es designada bajo la advocación del Socorro– contaba con un considerable ornato textil, por lo que deducimos que su hechura era de candelero, y como es propio de aquellos tiempos, sus vestiduras cambiaban a la par que los colores de la liturgia, aunque hay que resaltar que en el inventario predominan el verde –color propio de la cofradía– y el negro, correspondiente al luto, tan presente en las hermandades cuyo titular es Cristo muerto.

Este era el ajuar de la Madre de Dios: “El vestido de la ymagen y un manto de tafetán negro / Más una sobrerropa de grana con guarnición de terciopelo negro / Una basquiña de fustán colorada / Un faldellín e paño blanco / Unas mangas de raso morado / Una delantera de raso carmesí guarnecida de una telilla de coro / Unos querpezuelos nuevos de raso carmesí / Otros corpezuelos de raso blanco / Una sobrerropa de tafetán sencilla encarnado / Un monjil de anascote / Una toca de volante con su rostro de oro / Una toca de espumilla con su rostro de seda blanca / Otra toca de volante / Otra toca de seda cruda amarilla / Una toca de […] / Otra de […] / Una cadena de libro / Un apretador de coro asentado sobre una […] / Un ceñidor de seda torcida con los cabos redondos / Tres [horqueras] de naval con sus enagüillas / Una cofia con quartas de coro / Otra llana  / Una camisa guarnecida de hilo de coro / Otra camisa vieja / Otra de seda cruda con un rostro de seda blanca.”

Asimismo el registro de bienes, recopila los vasos sagrados, libros y ornamentos que la cofradía poseía para el uso del sacerdote en el culto divino: “Un cáliz la copa dorada y en medio seis esmaltes azules y en el pie cuatro cruces, una patena con una cruz dorada en medio y en el sello un león, es todo de plata / Un crucifixo de tres quartas de largo que está en una cruz verde / Una cruz de otras tres quartas de largo dorada / Un par de vinajeras / Una casulla de grana con cenefas de terciopelo carmesí / Otra casulla de lienzo y de cenefa y una faja labrada de sirgo carmesí / Otra casulla de lienzo y por cenefa dos tirillas de tafetán colorado / Otra casulla de lienzo y la cenefa de sirgo negro / Un alba de lienzo tiradizo con faldones y bocamangas de raso morado / Otra alba de tiradizo con faldones y bocamangas de tafetán colorado / Tres amitos de lienzo tiradizo / Una estola y un manípulo de raso morado / Otra estola y manípulo de raso encarnado / Una palia de naval con una cruz de verde labrada de verde y colorado y azul y alrededor una cinta colorada / Otra palia de naval con una cruz de una cinta colorada y alrededor una guarnición de sirgo colorada / Una toalla de naval de vara y tres de largo guarnecida de sirgo pardo e colorado / Otra toalla de vara y quarta de largo con guarnición verde y colorada / Otra toalla de otra vara y quarta de largo guarnecida con una tira morisca de seda colorada e dos bandas en medio de la misma guarnición / Otra de medianillo labrado de sirgo colorado de siete cuartas / Tres cintas para ceñirse el sacerdote / Unos corporales con quatro cruces en las esquinas de sirgo azul / Otros corporales de holanda con una franjita blanca / Otra palia de naval con una cruz de cinta morisca labrada de sirgo colorado e azul / Otra de raso blanco con un cruz de raso amarillo / Dos hijuelas de holanda / Una sabanilla para los corporales de naval / Otra sabanilla de naval / Dos capillos del cáliz, son tres / Seis pañuelos para el altar / Un ara con las palabras de la consagración, es pergamino, y un misal cordobés / Una cama de anjeo teñida negro que tiene un velo e tres paños que se cuelga para poner el monumento / Una campanilla para alzar y otra más pequeña / Otras dos campanillas / Dos candeleros de latón”.

De igual modo, también quedan recopilados los paños que recubren los altares del Cristo Crucificado, que es el mayor, y el de la Virgen: “Unos manteles de quatro varas de largo de lino / Otros manteles de lino de quatro varas e media viejos / Otros manteles así moriscos de dos varas e media de largo y vara y media de ancho / Un anjeo sobre el altar mayor de lienzo con sus caídas / Otro anjeo pequeño que está sobre el altar de Nuestra Señora de lienzo / Un velo de red que está debajo del crucifixo en el altar mayor / Cuatro frontales viejos”.

Pintura en óleo sobre lienzo del Cristo de la Vera Cruz de Puente Genil, donde se puede ver tras de sí una "procesión de sangre" con los disciplinantes en la tarde del Jueves Santo.   
Uno de los fines sociales más importantes de todas las cofradías, era dar sepultura a sus hermanos y devotos, y para ello la Vera Cruz ya contaba con: “Una tumba / Un paño de terciopelo con una cruz colorada que va sobre el lecho / Otro paño de paño negro que va sobre los difuntos / Un lecho en que llevan los difuntos”.

Para su funcionamiento diario la ermita estaba equipada con: “Una campana grande con su lengua / Un estadal en la pila / Un arca grande con un cajón de dos cerraduras / Un cajón de vara e tercia de largo e tres quartas de ancho en que se ponen las mangas / Otra arca que tiene quatro pies / Otra arca con un cajón dentro / Una caldereta vieja / Una mesa de torno / Otra mesa con su banco que está en la yglesia de Sr. Santiago e otra parte de ella / Un banco de tres varas de largo de pino e otra que está en la dicha iglesia / Una sobremesa de paño verde / Un banco de dos varas e quarta / Otro como el dicho / Dos esteras de dos bancos de la iglesia / Otra estera / Una lámpara con su bacía / Un martillo de hierro”.

Como podemos ver en este inventario, que hemos trascrito prácticamente en su integridad, y demás documentos inéditos que sacamos a la luz, la cofradía de la Vera Cruz estaba totalmente integrada en la sociedad montillana, y contaba con un considerable patrimonio propio desde fechas muy tempranas, cuyos bienes descritos aún recuerdan la presencia árabe en la península, haciendo alusión a los tejidos moriscos, y otros tantos patronímicos que en la actualidad apenas se utilizan.

Para finalizar, sólo queda apuntar que este artículo se ha nutrido de manuscritos cuyas noticias datan solamente de una década (1558 – 1567) con la pretensión de iniciar un Memorial de documentos que ilumine las tinieblas historiográficas que durante los últimos tiempos han circundado a la cofradía montillana de la Santa Vera Cruz.

NOTAS

[1] SÁNCHEZ HERRERO, José: Las cofradías de Sevilla. Historia, Antropología, Arte. pp. 9 – 34. Los comienzos.
[2] ARANDA DONCEL, Juan: Las cofradías de la Vera Cruz en la diócesis de Córdoba durante los siglos XVI al XVIII, pp. 615 – 640. Actas del I Congreso Internacional de Cofradías de la Santa Vera Cruz. Sevilla, 1992.
[3] Según cita el historiador del siglo XVIII Francisco de Borja Lorenzo Muñoz en su manuscrita Historia de Montilla, el Juez de composiciones Pedro Cabrera visitó la ermita de la Vera Cruz en 1535, fecha que han dado por buena los sucesivos historiadores y cronistas que han tratado este tema. Nosotros hemos consultado esta Visita registrada por el escribano Cristóbal de Luque en el Leg. 2, f. 237 del Archivo de Protocolos Notariales de Montilla, y en la citada escritura no se alude a la Vera Cruz.
[4] Archivo de Protocolos Notariales de Montilla (APNM). Leg. 17, f. 345.
[5] APNM. Leg. 17, f. 666.
[6] APNM. Leg. 51, f. 24.
[7] APNM. ¿Leg. 52,  f. 1234?. Véase en Crónica de Córdoba y sus Pueblos. Córdoba, 2001. pp. 275 – 286.
[8] Hernán García del Mármol, prioste; Diego Sánchez Cardador y Juan del Postigo, alcaldes; Marín Fernández del Mármol y Alonso Doñoro, veedores; Bartolomé García Baquero, albacea; Miguel Ruiz regidor y Martín García de Morales, hermanos.
[9] APNM. Leg. 135, f. 691.
[10] LÓPEZ DE AYALA, Ignacio (Trad.): El Sacrosanto y Ecuménico Concilio de Trento. Madrid, Imprenta Real, 1785. Véanse también las Advertencias que San Juan de Ávila hizo al concilio provincial de Toledo, donde insiste en que se cumpla la normativa tridentina “De la veneración de los santos y de las imágenes” en sus Obras Completas II, pág. 735. BAC, Madrid, 2001.
[11] ROJAS Y SANDOVAL, Cristóbal: Synodo diocesana que el ilustrísimo y reverendísimo señor Don Cristóbal…, s/f. Juan Bautista Escudero. Córdoba, 1566.
[12] APNM. Leg. 22, ff. 150 – 152 v. A este inventario hace referencia, aunque no lo desarrolla, E. Garramiola Prieto en la revista Nuestro Ambiente de mayo de 1992, en su artículo “Mayo y la Vera Cruz”, p. 20.
[13] En sus orígenes, las imágenes marianas cotitulares de las cofradías de la Vera Cruz eran de gloria, y dependiendo el tiempo litúrgico se adecuaban los colores de sus vestiduras y se le colocaba o quitaba el Niño Jesús. Esta costumbre aún se conserva en las vecinas localidades de Cabra y Aguilar de la Frontera.