viernes, 29 de enero de 2016

EL SANTO CRISTO DE ZACATECAS, UNA IMAGEN ENTRE DOS MUNDOS*

 Semilla de la fe de la vieja Europa y fruto del arte colonial de Nueva España.

Tan antiguo como prácticamente desconocido es este capítulo de la historia espiritual y artística –fruto de aquella lejana epopeya que se marcaran los monarcas hispanos– de cristianizar las tierras descubiertas allende los mares. El encuentro de dos mundos produjo el mestizaje de culturas muy dispares, y de esa insólita fusión nace la imaginería cristífera en caña de maíz, tan apreciada y venerada por sus contemporáneos y tan olvidada por los historiadores del arte, que ya merece ocupar ineludiblemente el lugar que este hecho –sin precedentes– le corresponde en las páginas de los libros dedicados a estas materias.

Descubrimiento, conquista y evangelización de las Indias

A finales del siglo XV el viejo mundo cerraba las puertas al medievo para abrir nuevos horizontes a la modernidad. La península Ibérica experimentará una serie de cambios que supondrán el nacimiento de la nación española, advenido a raíz del matrimonio entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón en 1469. Esta unión conllevará el inicio del Siglo de Oro hispánico, que se fortalecerá en 1492 con el final de la reconquista y el descubrimiento de un Nuevo Mundo.

El siglo XVI estará marcado por la evangelización, conquista y colonización de las denominadas Indias Occidentales, cuyos cánones serán acordados entre España y Portugal en Tordesillas, y rubricados en cinco bulas por el pontífice Alejandro VI.

Tras dos años de exploraciones por los litorales de las Antillas, la Armada Española comienza el reconocimiento y conquista de México en 1519. Las incursiones en tierra firme fueron dirigidas por el estratega Hernán Cortés, que desembarca en sus costas el 21 de abril de ese mismo año, Jueves Santo, y funda la Villa Rica de Vera Cruz, siendo la primera ciudad erigida por españoles en mesoamérica. En el transcurso de los años siguientes, el militar castellano dominará –gracias a alianzas y épicas batallas– las diferentes culturas, para, posteriormente otros embajadores continuar con las conquistas hacia el norte y sur americano.

En 1535 la Corona crea el Virreinato de Nueva España, órgano político, jurídico y administrativo que vertebra y gestiona las tierras exploradas y tomadas hasta entonces. A partir de estas fechas comienza la colonización y evangelización de la población indígena. Se fundaron ciudades y se dotaron de los mismos instrumentos institucionales, educativos y religiosos que las existentes en Castilla. Las órdenes religiosas, junto con la inagotable emigración de españoles, jugaron un gran papel en la introducción de los usos y costumbres hispano-cristianas en una naciente sociedad caracterizada por el mestizaje de culturas tan distintas y tan distantes.

De los ídolos tarascos a las imágenes cristianas.

El pueblo purépecha, que fuera denominado por los colonizadores hispanos como tarasco, habitaba la zona occidental de Michoacán (lugar entre lagos), abriéndose sus costas hacia el océano Pacífico. Se dedicaba principalmente a la pesca y al cultivo del maíz, aunque también eran diestros en otros trabajos; alfarería, escultura, arquitectura, pintura y orfebrería.

Santo Cristo de Zacatecas, detalle. Año, 1576.
Realizado según las técnicas precolombinas
a base de fibras vegetales de caña de maíz.
La religión tarasca era politeísta, guerrera y como la de sus imperios vecinos, también practicaba sacrificios humanos. A diferencia de las demás culturas precolombinas, los artesanos tarascos trabajaban la escultura tomando como base la médula de la caña de maíz. Aunque aún no está claro el origen de la utilización de esta materia, recientes estudios se inclinan por dos razones fundamentales: la divina y la liviana. El maíz en mesoamérica es un alimento básico y sagrado, por tanto la representación pública de sus ídolos y dioses realizados con este material refrendaba su deidad.

La costumbre indígena de llevar consigo a sus dioses a las guerras entre tribus vecinas, con la consiguiente especulación para alcanzar la victoria a través de su intersección, hizo que los purépecha transportaran en el campo de batalla con mayor movilidad sus dioses guerreros –más grandes y ligeros–,  siendo durante siglos un imperio invicto frente a los aztecas.

Con la llegada de los conquistadores a Michoacán en 1522, los purépecha aceptaron pacíficamente integrarse bajo soberanía española. Tras la convulsa estancia de Nuño de Guzmán, será la labor social desempeñada por el humanista Vasco de Quiroga, ayudado de franciscanos y agustinos, entre el pueblo nativo en los primeros años de colonización de aquel territorio, la que hizo que la cultura cristiana arraigara rápidamente entre los indígenas tarascos.

Vasco de Quiroga, que fuera primer obispo de Michoacán, fundó pueblos y ciudades dotándolos de hospitales y colegios donde convivían los colonos españoles con los indígenas. Pronto advirtió las técnicas que los artífices nativos trabajaban con la caña de maíz, y promovió e instaló talleres de oficios para jóvenes en los establecimientos que había fundado. Solicitó la presencia de artistas españoles, entre los que algunos autores han señalado la destacada figura de Matías de la Cerda, que aportarán los conocimientos y métodos ornamentales y plásticos que en Europa se trabajaban, consiguiendo así una fusión del arte y la cultura entre ambos lados del mar océano para asistir al nacimiento de una práctica mestiza y propia de aquella región.

Estos talleres empezaron a producir imágenes cristíferas de dimensiones considerables y muy livianas, las cuales fueron demandadas por los misioneros para la conquista espiritual de México. Asimismo, estas efigies poseían unas connotaciones propias de las culturas prehispánicas, como era la caña de maíz y la abundancia de sangre, símbolos sagrados para los indígenas, elementos vitales que fueron utilizados por los misioneros para que los indígenas comprendieran la humanidad y la divinidad de Cristo.

Los cristos de caña, afirmación de la fe en el Nuevo Mundo.

Esta imaginería se difundió en poco tiempo por todo el virreinato, y pronto llegaron noticias a Castilla de la gran repercusión de veneración y piedad que estaba causando entre la población novohispana.

A partir del segundo tercio del siglo XVI comenzaron a llegar cristos de caña a la península hispánica. Principalmente, estos imponentes crucificados formaban parte del ajuar de vuelta de aquellos españoles que habían viajado a las Indias por motivos políticos, castrenses, religiosos o comerciales. Del mismo modo, eran demandados por las cofradías pasionistas, que lo solicitaban a sus paisanos residentes en Nueva España, probablemente contagiados de la popularidad y del efecto piadoso que causaron las primeras efigies que llegaron a la vieja Hispania.

Existen varias referencias coetáneas a la colonización mesoamericana, llegadas a nosotros a través de las obras escritas por cronistas como el franciscano Jerónimo de Mendieta, que ya está en México en 1554 y recoge lo siguiente en su Historia eclesiástica indiana:

“Pintores había buenos que pintaban al natural, en especial aves, animales, árboles y verduras, y cosas semejantes, que usaban pintar en los aposentos de los señores. Mas los hombres no los pintaban hermosos, sino feos, como a sus propios dioses, […]. Mas después que fueron cristianos, y vieron nuestras imágenes de Flandes y de Italia, no hay retablo ni imagen por prima que sea, que no la retraten y contrahagan; pues de bulto, de palo o hueso, las labran tan menudas y curiosas, que por cosa muy de ver las llevan a España, como llevan también los crucifijos huecos de caña, que siendo de la corpulencia de un hombre muy grande, pesan tan poco, que los puede llevar un niño, y tan perfectos, proporcionados y devotos, que hechos (como dicen) de cera, no pueden ser más acabados”.

Sea de la forma que fuere, en los puertos españoles arribaron no pocas imágenes tarascas entre los siglos XVI y XVIII. En la actualidad, el investigador-restaurador español Francisco Pablo Amador Marrero, del Instituto de Investigaciones Estéticas de México, ha  identificado y contabilizado más de medio centenar de crucificados en nuestra nación, de los cuales muchos de ellos son o han sido venerados públicamente por cofradías y hermandades, que bien se organizaron a raíz de su llegada o que les fueron donados por sus poseedores.

Este medallón, procedente de la ermita de la Vera Cruz,
formaba parte del antiguo retablo mayor de la misma,
en cuya inscripción queda patente la procedencia del
Crucificado y la vinculación generacional de sus donantes:
 "A DEVOCION DEL CAPITAN DE CAVALLOS CORAZAS
DON JOSEPH GASPAR DE ANGVLO Y VALENZVELA
REXIDOR Y JVEZ DEL CAMPO DE ESTA CIVDAD

QVINTO NIETO DE ANDRES FERNANDEZ DE MESA,
QVIEN TRAGO DE INDIAS ESTE SANTO XPTO. Y LO
COLOCO EN ESTE ALTAR Y DE DOÑA GERONIMA
DE SOTOMAYOR Y DAVALOS SU MVJER. AÑO DE 1720"
Por su antigüedad, podemos citar los cristos indianos que llegaron a las Islas Canarias, puerto obligado en la Carrera de Indias y región estrechamente vinculada al descubrimiento y colonización del Nuevo Mundo. En el archipiélago se conservan ocho efigies entre las que se encuentran algunas de las que tenemos las primeras noticias que desembarcan en España. Entre ellas podemos citar al Cristo de Telde, documentado entre 1550 y 1555, llegado por el cambio de azúcares y vinos con las tierras de ultramar.

En la España peninsular, el mayor número de cristos mexicanos lo encontramos en Andalucía, región que más emigración aportó a la colonización y a la cristianización de las Indias. De todas sus provincias, Córdoba es la que conserva más crucificados realizados en caña maíz, sumando un total de nueve piezas, de las cuales cinco de ellas se veneran en la capital. De estas, cabe resaltar el Cristo de Gracia, popularmente llamado El Esparraguero, imagen que goza de gran devoción entre los cordobeses, que se ve manifiesta cada Jueves Santo por sus calles.

Los cuatro cristos criollos restantes, se localizan en Guadalcázar, Lucena, Monturque, y Montilla, ciudad ésta donde se venera el Santo Cristo de Zacatecas, crucificado que tomamos como muestra de la trascendencia histórica y religiosa legadas a través del mestizaje entre el Viejo y Nuevo Mundo, ya que se trata de una de las piezas coloniales más y mejor documentada en la actualidad.

El indiano Andrés de Mesa, donante del Santo Cristo de Zacatecas.

Como tantos otros andaluces, un buen día Andrés de Mesa toma la decisión de cambiar el rumbo a su cotidiana vida en Montilla. Con la esperanza de un futuro mejor, en 1564 embarca en Sevilla comenzado así su periplo hacia Nueva España. Se instala en Ciudad de México, donde la ventura parece favorecerle, ya que contrae matrimonio con Dª Francisca Cortés, nieta del conquistador de México y marqués del Valle de Oaxaca, de cuyo enlace nacen cuatro hijos: Andrés, Luis, Melchor y Lorenzo[1]. Tras permanecer algo más de una década en las Indias y mejorar económica y socialmente, Andrés de Mesa junto con su familia decide volver a su tierra natal. Como imborrable recuerdo de su estancia novohispana trae consigo un cristo tarasco, que a su llegada a la villa que lo viera nacer despertara tanta devoción y compasión entre sus paisanos.

De nuevo en Montilla, habitando ya su solariega casa inmediata a la del Inca Garcilaso de la Vega[2], estipula con los cofrades de la Vera Cruz la donación del crucificado. El acuerdo es alcanzado y rubricado ante el escribano público Andrés Capote el 10 de septiembre de 1576, en plena celebración del octavario en honor de la Exaltación de la Santa Cruz, que la cofradía matriz montillana organizaba.

Cabecera del acta notarial de la donación del Santo Cristo de Zacatecas, otorgada por el indiano Andrés de Mesa y su esposa Francisca Cortés, el día 10 de septiembre de 1576, asentada por el escribano Andrés Capote.
En la escritura notarial, el indiano Andrés de Mesa recuerda su estancia en el Nuevo Mundo y expone la intención con la que adquirió y trasladó la efigie de caña:

“Sepan quantos la presente escriptura vieren como yo Andrés de Mesa, hijo legítimo que soy de Andrés Fernández de Mesa, vecino que soy en esta villa de Montilla, digo que por quanto mi voluntad a sido y que es muchos años de ser hermano y cofrade de la cofradía y hermandad de la Santa Vera  Cruz de esta villa de Montilla y con esta mi voluntad yo he residido en las Indias algunos años y de ellas yo truxe una hechura de un Xpto para que esté y se ponga en la casa y iglesia de la dicha cofradía de la Santa Vera Cruz desta dicha villa porque con este intento yo lo truxe e para que esto tenga efecto otorgo y por el tenor de la presente escriptura conozco  en aquella vía y forma que mejor de derecho hubiere lugar, por la devoción que tengo a la dicha cofradía y por otras causas y justos respetos, dignas y merecedoras de gratificación que hago gracia y donación a la dicha santa / cofradía de la Vera Cruz de esta dicha villa de la hechura del dicho Xpto con su cruz e vueltas de plata en dicha cruz, donación buena, pura, mera, perpetua e perfecta, acabada, irrevocable, de las que el derecho llama hecha entre vivos, la cual e por insinuada e manifestada legítimamente ante juez y como de derecho se requiere y suplo qualquiera defecto e falta que pueda tener, oblígome de no la revocar por testamento ni codicilo abintestato ni de otra manera ni por las causas que el derecho dispone, por las cuales los donadores pueden revocar las donaciones que otorgan, ni por alguna de ellas.”[3]

Tras manifestar su voluntad, Andrés de Mesa demanda varios derechos y condiciones para sí, su esposa y sus descendientes, entre las cuales solicita el ingreso en la hermandad y cofradía:

“Primeramente que yo el dicho Andrés de Mesa y Francisca Cortés mi mujer habemos de ser hermanos e cofrades de la dicha hermandad desde hoy día de la data escriptura en adelante e por tales a ambos a dos nos han de recibir y admitirnos por tales para que gocemos de lo que los demás hermanos e cofrades gozan, esto sin pagar por la entrada limosna alguna, mas de que durante el tiempo que fuéremos hermanos paguemos la limosna y contribuciones  que los demás hermanos pagan y contribuyen a los plazos y de la forma y manera que son obligados./
Y con que asimismo que cada y cuando que quisieren entrar por hermanos en la dicha cofradía qualquier de mis hijos que yo al presente tengo y tuviere de aquí adelante lo puedan hacer y hagan sin por ello pagar ni paguen por la entrada de limosna cosa alguna, mas de pagar adelante como dicho es las contribuciones que los demás hermanos pagan y sean obligados los hermanos y cofrades de ella a los recibir por tales.”[4]

Asimismo, determina con los oficiales de la cofradía la ubicación de la imagen y los derechos perpetuos sobre ella, que recaen en los cofrades regentes de la corporación religiosa. Del mismo modo, hace constar en este mismo punto las medidas que han de tomar sus herederos y los oficiales de la Vera Cruz llegado el supuesto en que la autoridad eclesiástica decida desprenderse del crucificado mexicano:

“Y con que el dicho Xpto ha de estar en la dicha iglesia de la Santa Vera Cruz y hermandad para siempre y que de allí no se pueda quitar ni quite por cualquier persona que sea ni por obispo, ni arzobispo, ni provisor, vicario, ni rector en ningún tiempo que sea por causa o causas que para ello tengan o puedan tener y si contra esta mi voluntad y disposición, la dicha hechura del dicho Xpto se sacare de la dicha iglesia y hermandad, que en tal caso cese esta escritura y lo contenido en ella y no valga ni haga fe y esta sea bastante causa para que yo y mis herederos y sucesores la puedan revocar y revoquen y la dicha hechura del dicho Xpto se aprecie lo que puede valer por dos buenas personas expertas y que de semejantes cosas noticia tengan y por la cantidad que ellos dijeren y declaren, por aquellas se esté y pase. La cual dicha cantidad se tome y haga dos partes, y la una de ellas sea para la dicha cofradía y hermandad y la otra para mí el dicho Andrés de Mesa o para mis herederos e sucesores y para que esta condición y gravamen tenga efecto doy mi poder cumplido cual de derecho en tal caso se requiere para que cada los hermanos y oficiales de la dicha cofradía que de presente son y de aquí adelante fueren para que cada y cuando y en cualquier tiempo acaeciere el llevar y sacar de la dicha iglesia la dicha hechura del dicho Xpto e imagen como dicho es, puedan los susodichos o qualquiera dellos defenderlo y ampararlo para que no se saque de la dicha iglesia sino que siempre esté en ella como dicho es, que para esto es y otorgo a los susodichos el poder que en derecho en tal caso se requiere como dicho es, con general  administración que para todo el fuero doy.”[5]

Por último, Andrés de Mesa reserva para su linaje la preferencia a portar el Santo Cristo en aquellas procesiones en que la cofradía decida organizar, ya sean ordinarias o extraordinarias:

“Y con que cada y quando y en qualquier tiempo y todas las veces que la dicha hechura de dicho Xpto o imagen se sacare en procesión en qualquier día que sea para qualquier efecto o necesidad, yo el dicho Andrés de Mesa y mis hijos y sucesores e descendientes de mí en qualquier grado que sea  fuéremos hermanos y cofrades de la dicha cofradía, lo podamos llevar e llevemos el dicho Xpto en procesión como dicho es y seamos en este caso preferidos a los demás hermanos que hubiere.”[6]  


Los dirigentes de la cofradía “Hernán Martín de Carmona, hermano mayor de la dicha cofradía y Hernán Sánchez Prieto, alcalde della, e Miguel Ruiz Salvador, asimismo alcalde de la dicha cofradía y Martín Gómez Mantero albacea della, todos vecinos que somos en esta villa de Montilla, oficiales de la dicha hermandad como dicho es” suscriben en nombre propio y en el de todos los hermanos cruceros de la villa la donación y “aceptamos y recibimos en nuestro favor esta escriptura y de la dicha cofradía y hermandad y hermanos de ella, en nuestro favor y de ellos como en ella se contiene y recibimos la hechura del dicho Xpto para que esté y asista en la dicha iglesia”[7].

De igual forma, en el mismo protocolo notarial queda reflejado la aceptación y recepción “para que sean hermanos y gocen de las preeminencias y libertades que los demás hermanos y cofrades gozan en vida y en muerte y a que los dichos Andrés de Mesa y sus hijos y descendientes, en cualquier grado que sea llevarán la dicha hechura de Xpto e imagen todas las veces que saliere de la dicha iglesia en procesión y serán preferidos a los demás hermanos e cofrades en este caso”. Para lo cual, se levantó escritura en la sala capitular de la casa y ermita de la Vera Cruz “en diez días del mes de setiembre de mil e quinientos e setenta y seis”[8].

Capilla del Cristo de Zacatecas, en la parroquial de Santiago. Al templo mayor
montillano llegó el crucificado en 1809 procedente de la ermita de la Vera Cruz,
 ocupada por las tropas napoleónicas. En 1932 fue trasladado a la primitiva
capilla sacramental, donde hoy recibe culto y veneración.

Esta donación que la familia Cortés de Mesa –popularmente llamados “los peruleros” por su residencia en las Indias– realizó a la cofradía matriz montillana les hizo granjearse el afecto y la popularidad entre sus vecinos. Igualmente, su parentesco con Hernán Cortés les valió para alcanzar cargos y oficios propios de hijosdalgos, dados por los marqueses de Priego, cuyo señorío se extendía por varias de las poblaciones del sur cordobés y cuya capital era la floreciente Montilla. Pedro Fernández de Córdoba, IV marqués de Priego, contraería matrimonio en 1587 con Juana Enríquez de Rivera y Cortés, nieta del conquistador de Nueva España, fijando su residencia en su palacio de montillano. La llegada de una descendiente directa del marqués del Valle de Oaxaca, nuevamente favoreció la situación social de Andrés de Mesa, que un año más tarde es nombrado “depositario de el pan y maravedíes del pósito y de maravedíes de dehesas”. Poco después fue nombrado regidor del cabildo de Justicia y Regimiento. Además, aparece en los documentos de la época ocupando cargos como mayordomo de la cofradía de los Caballeros de cuantía de Santiago, hermano mayor de la Santa Vera Cruz y, asimismo, recibió para sí y sus descendientes –de manos de la misma marquesa– los títulos de los oficios de fiel y ejecutor, como también de procurador, entre otros.

Andrés de Mesa falleció el 24 de septiembre de 1602 y Francisca Cortés cuatro meses después[9]. En su última voluntad, manuscrita y registrada seis días antes de su óbito, volvería a legar a la cofradía de la Vera Cruz parte de sus bienes, incluidos “dos candeleros de plata que yo tengo que pesan siete marcos poco más o menos para que se haga una lámpara de plata para la ermita de la Vera Cruz desta villa y lo que costare de hechura se pague de mis bienes”[10], que se emplearán para alumbrar al crucificado tarasco que ocupaba el altar de la capilla mayor de la ermita.

Sus descendientes mantuvieron, durante más de dos siglos, vivo el privilegio de portar al Santo Cristo en sus salidas procesionales y asistencia a los cultos claustrales que la hermandad organizaba a su titular. Los Cortés de Mesa –como se hacían apellidar– entroncaron con las familias más notables del marquesado, llegando a emparentar con varias casas nobiliarias andaluzas durante los siglos XVII y XVIII.

La veneración popular al Santo Cristo de Zacatecas hizo que sobre el crucificado se fundasen en el siglo XVII varias capellanías, memorias, mandas testamentarias y obras pías que hicieron enriquecer el patrimonio, los cultos y procesiones organizados por la cofradía en las festividades de Semana Santa, y de la Invención y Exaltación de la Santa Cruz.

Hoy, después de cuatro largos siglos, aún se mantiene viva la veneración y la devoción al Santo Cristo de las Indias, que fuera precursor de las manifestaciones pasionistas del pueblo cristiano de Montilla, el mismo que tras su majestuosa huella viera nacer la Semana Santa que la ciudad hoy vive.

* Trabajo publicado en: Tercerol: cuadernos de investigación, Nº 12, año 2008, págs. 135-150.

BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS:

GARCÍA-ABÁSOLO, A.: La vida y la muerte en Indias. Cordobeses en América (Siglos XVI – XVII). Córdoba, 1992.
AA.VV.: Imaginería indígena mexicana. Una catequesis en caña de maíz. Córdoba, 2001.
AMADOR MARRERO, P.: Traza española, ropaje indiano. El Cristo de Telde y la imaginería en caña de maíz. Las Palmas de Gran Canaria, 2002. 


[1] Archivo de Protocolos Notariales de Montilla (APNM). Escribanía 1ª. Leg. 26, fols. 831 – 833 v.
[2] Mestizo nacido en Cuzco en 1539, fruto del matrimonio del capitán Sebastián Garcilaso de la Vega con la princesa inca Isabel Chimpu Ocllo. Con 21 años, por expreso deseo de su padre, se traslada a España para continuar con sus estudios. Se establece en Montilla en casa de su tío paterno el capitán Alonso de Vargas. Como su padre y su tío, abraza la carrera militar y consigue el grado de Capitán, que lo desempeña bajo las banderas de Juan de Austria en la sublevación de los moriscos de Granada y en las campañas de Italia. Residió en Montilla más de 30 años, donde administró la herencia de su tío Alonso y se formó intelectualmente en su colegio jesuita. En este periodo comenzó a escribir sus primeras crónicas de la conquista del imperio Inca. En 1591 se traslada a Córdoba, donde toma los hábitos clericales. Muere en esta ciudad en 1616, y está enterrado en la capilla de las Ánimas de la mezquita-catedral. Es autor de: La Florida del Inca, Comentarios Reales, Historial general del Perú, y traductor de los Diálogos de Amor, de León Hebreo.
[3] APNM. Escribanías S. XVI. Leg. 101, fols. 84 v. – 87 v.
[4] Ibídem.
[5] Ibíd.
[6] Ibíd.
[7] Ibíd.
[8] Ibíd.
[9] Archivo Parroquial de Santiago de Montilla. Abecedario de difuntos, s/f.
[10] APNM. Op. cit.

sábado, 9 de enero de 2016

LA IGLESIA DE SAN FRANCISCO EN EL RECUERDO*

Fue construido sobre el sitio que ocupaban tres casas de la calle Corredera un hospital con el título de la Encarnación, fundado por Dª Elvira Enríquez de Luna, fijando la representación del patronato en su marido D. Pedro Fernández de Córdoba y Pacheco, I marqués de Priego, y de sus sucesores. Se comenzó la obra en 1517 concluyéndola la hija de éstos Dª Catalina Fernández de Córdoba. Este hospital era conocido popularmente como de los Remedios, porque en su iglesia se veneraba una imagen de la Virgen con esta advocación, que tenía mucha devoción en la entonces villa.

La desaparecida iglesia de San Francisco, contigua a la
nueva de La Encarnación, que fue consagrada en 1949.
La II marquesa de Priego, Catalina Fernández de Córdoba, funda en 1555 un colegio de la Compañía de Jesús en Montilla y lo instala en el sitio del hospital de la Encarnación, trasladando éste a unas casas contiguas a la ermita de Santa Catalina en la Puerta de Aguilar, donde también se trasladó la venerada imagen de la Virgen de los Remedios.

El 19 de agosto de 1555 se hicieron unos tratados en los que la marquesa exigía que hubiese cuatro religiosos sacerdotes que enseñasen a leer, escribir y la doctrina cristiana a la niñez y a la juventud. Tras llevar tres años de obras de adaptación y realización de un templo más capaz que la iglesia que tenía el antiguo hospital, aún sin haber sido concluida ésta, se inauguró y presentó la Compañía de Jesús el día 1 de enero de 1558 en la parroquia de Santiago, predicando la función solemne el Padre Maestro Juan de Ávila, siendo sus grandes propulsores los jesuitas D. Antonio de Córdoba, hijo de la marquesa de Priego, y san Francisco de Borja, discípulos del Santo Maestro.

El templo era de una sola nave paralela a la calle Corredera como lo describe el jesuita Santibáñez en estas líneas: «Apenas se puede creer que en tan corto espacio de tiempo, se pudiera poner en perfección y hallar usual, tanta fábrica. Traban las paredes por lo alto de su cornisa, cinco barras de hierro, el techo de madera artesonado, al primor de aquellos tiempos».

Después de la inauguración del templo, los padres fueron decorándolo con los donativos del pueblo y las rentas de una huerta que le donó la segunda marquesa, llamada “Heredad de San Lorenzo”, hoy conocida como huerta de los Padres. En 1623 se realizó el retablo mayor dedicado a san Ignacio de Loyola, otro a san Francisco Javier, y el de la capilla del Ayo dedicado a la Inmaculada Concepción, todos estos cercanos a la obra del hermano jesuita Francisco Díaz del Ribero. En el presbiterio al lado del evangelio y de espaldas a la calle Corredera se encuentra el mausoleo sepulcro del Maestro Juan de Ávila que costeó el Arcediano de Carmona, Mateo Vázquez de Leca, realizado en piedra jaspe en 1608. Frente a éste estaba el retablo dedicado al Crucificado de la Yedra, realizado en Sevilla que atribuimos al tallista Cristóbal de Guadix, y el lienzo de Ntra. Sra. de la Paz propiedad de san Juan de Ávila. En la iglesia había otro retablo dedicado a Ntra. Sra. de los Dolores obra del artífice sevillano Pedro Duque Cornejo.
Mausoleo que contenía los restos óseos del Maestro
Juan de Ávila, costeado por Mateo Vázquez de Leca
durante su peregrinación al sepulcro en 1606.
En la madrugada del 2 de abril de 1767 la comunidad de los Padres y Hermanos de la Compañía de Jesús –que sumaban el número de veinte– tuvieron que abandonar su casa de la calle Corredera por orden del monarca Carlos III, y fueron expulsados de España y sus dominios. Los bienes, imágenes, retablos y cuadros fueron repartidos por los demás templos montillanos y de la provincia de Córdoba, donde en la actualidad se conservan.

El campanario que daba al patio de la casa formaba escuadra con dos huecos de espadaña. En uno estaba el reloj y en el otro una campana dedicada a san Ignacio de Loyola fundida en 1739, popularmente conocida como “La Compañía”.

Tras varios años de inhabilitación del templo jesuita, a los padres Franciscanos de San Lorenzo les concede permiso el Ayuntamiento en 1794 para trasladarse a residir en la antigua casa, ocupándolo todo menos las escuelas y casas de los profesores. Éstos trasladaron todos sus bienes del convento hasta la Corredera. Los instalaron en ésta y la inauguraron con el nombre de San Francisco, dejando la huerta de San Lorenzo para seminario de misioneros para Filipinas y visitar la celda de san Francisco Solano.

Los nuevos inquilinos decoraron el templo con sus imágenes y retablos, realizando uno nuevo en el altar mayor presidido por una imagen de talla de la Inmaculada Concepción, obra del siglo XVI restaurada por las hermanas Cueto en el siglo XVIII; a ambos lados dos imágenes de menor tamaño, una de san Luis Obispo y la otra de san Juan de Capistrano, realizadas en barro cocido, obra de las imagineras anteriormente mencionadas, rematando este retablo mayor un crucifijo de menor tamaño que el académico, realizado de pasta y cartón, obra del siglo XVII. Como fondo, un lienzo representando al calvario, rematándolo un anagrama de María sujeto por dos ángeles.

A ambos lados del retablo había en uno un pequeño camarín con una imagen de candelero de Ntra. Sra. de los Dolores, y en el otro lado un hueco en el que se encuentra el sepulcro de los marqueses de Priego trasladado a esta iglesia desde San Lorenzo el día 11 de mayo de 1815. El único altar que se mantuvo tras la expulsión de los jesuitas fue el sepulcro de san Juan de Ávila al que los franciscanos siguieron rindiendo culto. A continuación de este altar se hallaba el púlpito que trajeron los frailes, obra del tallista sevillano Gaspar de los Cobos, realizado en 1741. Siguiendo el lado del Evangelio, se encontraba un hermoso retablo dorado de estilo barroco, que fue el mayor de San Lorenzo, obra de finales del siglo XVII presidido por una imagen de vestir del Seráfico Patriarca, debido a las manos de las montillanas Cuetas, que era revestida para sus cultos y para el día de la Porciúncula con una preciosa túnica bordada en oro sobre terciopelo azul oscuro.

A ambos lados, la imagen titular del primitivo convento de San Lorenzo, obra del siglo XVII de escuela italiana y la valiosa talla de San Pedro de Alcántara obra del imaginero granadino Pedro de Mena; en la planta superior sobresale un escudo de la orden franciscana. Seguidamente, nos encontramos la puerta que da a la calle que viene a caer a la calle San Fernando, coronada por el exterior por una hornacina con una imagen pétrea de san Francisco de Asís de un metro aproximadamente. En el interior su hermoso cancel de madera, y a un lado y otro dos repisas, una con una imagen de talla de san José, atribuida al círculo de Alonso Cano, y al otro lado un santo de la orden franciscana.

Una de las escasas instantáneas que conocemos del interior de la iglesia de San Francisco, ya vuelta a su nombre primitivo de La Encarnación, tras la segunda venida de la Compañía de Jesús a Montilla, en 1944.

En el lado de la Epístola, en el presbiterio junto al sepulcro de los marqueses de Priego, otro retablo cóncavo con enmarcadura de escayola en el que se venera una imagen de san Diego de Alcalá. A continuación de éste hay una puerta que da a la sacristía pasando por la capilla llamada del Ayo o de la Orden Tercera.

Continúa un bello retablo barroco en el que se venera la piadosa y devota imagen de san Antonio de Padua, y a ambos lados santa Isabel de Hungría y san Juan Bautista, rematándolo en el ático san Juan de Capistrano; todas estas obra de las Cuetas. A continuación nos encontramos un retablo de líneas renacentistas, en madera dorada, donde se venera la primitiva imagen de san Francisco Solano que vino a Montilla, realizada por Pedro de Mena, retrato del Santo donada por el marqués de Priego a la comunidad franciscana con motivo de la beatificación de nuestro paisano, en 1675.

La parte posterior del templo, casi a la altura de su entrada lo ocupa un gran coro conventual con dos tribunas o pasillos, uno llegaba hasta el altar de San Francisco Solano y el otro llegaba hasta la puerta de entrada donde se encontraba el órgano que estuvo en uso hasta última hora. Este coro tenía doble sillería de caoba en sus tres caras y en el testero del mismo una gran capilla y hornacina con una notable  imagen barroca de san Francisco de Asís. Sobre la baranda central del coro una capilla con una imagen de Cristo Crucificado de un metro de altura aproximadamente, y a ambos lados de ésta, dos pequeños campanarios de madera con 15 campanitas cada uno, para la liturgia, terminados en pirámide y bolas. Por la parte baja del coro formando techo en la iglesia estaba representando a pincel el triunfo de la Inmaculada, reina de la orden franciscana; y a su alrededor, en unos huecos, los atributos de la letanía lauretana.

En el testero del fondo de la iglesia había una gran puerta que daba entrada al templo pasando por una pequeña galería por donde se daba acceso a éste. En ambos lados del coro bajo ya citado, se encontraban dos pequeños altares presididos por unos lienzos, uno dedicado a Cristo Crucificado y en su frente otro a Santa Filomena.

Efigie de San Francisco de Asís, titular del extinguido convento.
Está atribuida a las Hermanas Cueto, realizada en la primera
mitad del siglo XVIII. En la actualidad se venera en la coro alto
del Convento de Santa Ana de Montilla.
Los padres franciscanos de San Lorenzo trasladaron a este templo sus tres campanas; la mayor dedicada a san Francisco y san Buenaventura, fundida en 1716, otra dedicada a Santiago de la marca de Ancona, refundida por los maestros Linares en 1898, y ampliaron el campanario con otro hueco más para otra campana inferior que servía para el toque del ángelus.

Poco tiempo tuvieron los padres franciscanos para disfrutar de su nueva casa conventual de la calle Corredera, puesto que les sorprendió en 1835 la Desamortización decretada por el ministro de la reina Isabel II, el gaditano Juan Álvarez Mendizábal.

Tras estos sucesos, la iglesia de San Francisco pasó a pertenecer a la Parroquia de Santiago. El señor vicario D. Luis Fernández Casado trasladó al templo parroquial el retablo e imagen de san Francisco Solano junto con san Pedro de Alcántara, san Antonio de Padua y san Lorenzo. La imagen de vestir de san Francisco pasó al convento de Santa Ana.

El 24 de septiembre de 1943 en cumplimiento de la orden del Obispo de Córdoba, Adolfo Pérez Muñoz, en la que decretaba la cesión de la iglesia de San Francisco a la Compañía de Jesús, de una parte el Sr. Vicario Luis Fernández Casado y de otra el padre Bernabé Copado, de la Compañía de Jesús, se reunieron en la ciudad de Montilla y realizaron un inventario de las cosas y objetos que se encuentran en la iglesia perteneciente a la mitra con fecha del 9 de mayo de 1944, día que toman posesión los padres de la Compañía de dicha iglesia con todos los altares y objetos que trajeron los franciscanos excepto lo trasladado por la parroquial de Santiago. Al tomar posesión los jesuitas de San Francisco volvieron a llamar por  su primitivo nombre de la Encarnación, perdiéndose así el último recuerdo de los franciscanos en nuestra ciudad.

Años más tarde se concluyó el nuevo templo jesuita de la Encarnación donde fueron trasladados los mínimos restos de aquella iglesia franciscana que se resistieron a los avatares diarios de las obras y traslados. En 1973 fue reducido a escombros aquel templo y casa que acogieron a tantos hombres santos, nobles, humildes, y escucharon sus muros las grandes homilías de sus predicadores durante los cuatro últimos siglos montillanos. Sólo se resistió a aquel derribo el muro de la casa y residencia que separa ésta de la casa Manuel Aguilar.

Se salvó de aquel derribo el retablo de la capilla de los terceros dedicado a la Inmaculada Concepción, imagen de talla del siglo XVII que fue restaurada por las hermanas Cueto, y la hermosa cajonera de la antigua Compañía, que se resistía a salir por su sacristía; gracias a la afortunada decisión del arcipreste Antonio León Ortiz, ambas piezas se trasladaron a la Parroquia de Santiago momentos antes de su desaparición.

*Artículo publicado en la revista local Nuestro Ambiente, en julio del año 2000. Revisado y ampliado.

Nota: Para la elaboración de este artículo utilicé dos inventarios, de 1856 y 1944 respectivamente, conservados en el Archivo Parroquial de Santiago. Asimismo, la bibliografía básica utilizada fue: Montilla. Apuntes históricos de esta Ciudad, de José Morte Molina; y La Compañía de Jesús en Montilla, de Bernabé Copado. Además de los inestimables testimonios de los sacerdotes Cristóbal Gómez Garrido y Antonio León Ortiz.