domingo, 4 de marzo de 2012

LA COFRADÍA DE LA VERA CRUZ A TRAVÉS DE UN INVENTARIO DE 1567

Una de las etapas más oscuras de la historia de la Semana Santa es el origen de las cofradías pasionistas. La mayoría de los historiadores coinciden en fijar en los últimos años del siglo XV o primeros del XVI el periodo de tiempo en el que ubicar los comienzos de este fenómeno social ocurrido en España. Este proceso se dificulta cuando nos referimos a entornos concretos, como son las poblaciones, donde inciden factores que pueden adelantar –o todo lo contrario– la llegada de esta expresión pública de fe. Por ello, vamos a tratar de responder las típicas preguntas que rodean el ambiente cofrade, cuando la tertulia de historia centra su atención entre los interesados en la materia. Hay que descender hasta las raíces de la cofradía montillana de la Vera Cruz, que es quien protagoniza desde los primeros tiempos la práctica colectiva y pública de la penitencia alrededor de una imagen de Cristo Crucificado en la noche del Jueves Santo.

 Los inicios de  las cofradías de la Vera Cruz en España

El uso de la disciplina flagelante ya se practicaba en Europa durante la baja Edad Media. En España fue propagada por el dominico valenciano San Vicente Ferrer (1350 – 1419) al que, en su peregrinar, le acompañaba una multitud de seguidores azotándose la espalda como modo de redención de sus pecados, a imagen y semejanza del castigo que Cristo recibió atado a la columna en el preludio de su crucifixión y muerte. A pesar de ser perseguido por el pontífice Clemente VI, el flagelo continuó siendo utilizado y, posteriormente, extendido por los franciscanos, quienes lo transmitieron a los legos y pueblo en general, que imitaba así de los frailes el camino hacia la misericordia divina[1].

Estos grupos, cada vez más numerosos, se fueron constituyendo en hermandades que, durante todo el año mantenían el culto a una imagen de Cristo Crucificado e igualmente a la Virgen María, siendo en Semana Santa cuando organizaban las públicas “procesiones de sangre” por las calles de la localidad. Con el correr del tiempo, el número de disciplinantes se fue incrementando y se comenzaron a constituir en cofradías bajo la devoción particular de la Santa Vera Cruz o de la Sangre de Cristo, que serían el arquetipo de las llamadas cofradías de sangre o penitenciales y, por consiguiente, el germen del fenómeno cofradiero en Semana Santa.

El proceso de implantación de cofradías penitenciales fue más temprano en las poblaciones donde existía un convento franciscano y su arraigo más notorio. La Orden Franciscana llega a Montilla en 1507 por voluntad y patrocinio del I Marqués de Priego, Pedro Fernández de Córdoba y Pacheco, siendo ésta la primera en establecerse en la que fuera villa cabecera de su señorío. En la diócesis de Córdoba, salvo en la capital que ya existe en 1538, las primeras cofradías cruceras se comienzan a establecer en los años centrales del siglo XVI[2], época más que probable que fuese fundada en Montilla[3].

Procesión de flagelantes

Primeras noticias de la Vera Cruz montillana

Aunque a día de hoy no hemos hallado un documento que registre la fecha de la fundación de la cofradía montillana, tenemos noticia de su existencia ya en 1558, manifestada a través de dos escrituras notariales en el oficio del escribano Jerónimo Pérez, que traslucen la plena actividad de la primitiva corporación pasionista. La primera de estas, fechada el 4 de mayo, trata de la obligación que se hizo el vecino Gonzalo García de Baena de una deuda que su familiar tenía contraída con la Cofradía, en la que se hace cargo de “doce reales que montan cuatrocientos y ocho maravedíes de la moneda usual […] por razón que los ha de pagar por Sebastián Trompeta vecino de esta villa que los debía a la dicha cofradía y él se obliga por ellos haciendo deuda ajena suya propia”[4].

La segunda, registrada por el mismo escribano, es similar a la anterior. Data del día 13 de agosto, en que Alonso Sánchez de Toro el viejo se presenta como depositario de una suma de dinero que su hijo Martín de Toro debía a la cofradía, cantidad que se obliga ante notario a pagar a la Vera Cruz a corto plazo[5].

Igualmente, hemos localizado varias donaciones a las imágenes de la cofradía, que se veneraban en su ermita homónima. Ante el escribano Andrés Baptista testaba el 26 de marzo de 1562 María Ruiz, mujer de Pedro Sánchez Rabadán, quien donaba “a la imajen de Nuestra Señora que está en la Santa Vera Cruz desta dicha villa un volante que tengo con un rostro de oro”[6]. Otra donación de cierta entidad fue enviada a la cofradía en 1564 por Diego de Campos, hijo de Rui Díaz de Cazorla, quien legaba mil maravedíes[7].

Asimismo, existe otra escritura fechada el 31 de agosto de 1567 y levantada en cabildo celebrado en la Parroquia de Santiago, que trata sobre un acuerdo al que llega Francisco Fernández de Gálvez con los representantes oficiales de la Cofradía[8], cuyas casas colindaban. El documento notarial relata con precisión los hechos acaecidos a raíz de unas obras que la cofradía lleva a cabo en su casa –posiblemente haciendo alusión a la ermita–, de las que se ve afectada la vivienda vecina por una canal maestra de evacuación de aguas que existe en la pared medianera de dichas edificaciones. Según  recoge el escribano, cuando la cofradía se hallaba en pleno proceso de las citadas reformas en su casa, el vecino Fernández de Gálvez denuncia la obra que es paralizada por la autoridad, hasta que se llega a un convenio entre ambas partes que evita presentar el caso ante la justicia. Finalmente, las partes conciertan la redacción ante notario de varias cláusulas a respetar y cumplir entre todos, y la obra prosigue hasta su término[9].

A pesar de no hacer referencia a la adquisición de la casa (o ermita), ni a los años que llevaba ocupándola dicha cofradía, este documento denota la vitalidad que la Vera Cruz tenía en estos años, pues ya contaba entre su patrimonio con bienes inmuebles propios, de lo cual se puede deducir con cierta firmeza que llevaba funcionando como corporación religiosa varios lustros.

Dibujo realizado por Juan Camacho para el alzado del Alhorí en 1723. En el ángulo inferior izquierdo se aprecia la desaparecida ermita de la Santa Vera Cruz
De Trento a Córdoba, pasando por Toledo

Durante estos años iba a tener lugar uno de los episodios más importantes que la Iglesia Católica ha experimentado en su devenir. Nos referimos a la celebración del  Concilio de Trento (1545 – 1563), de donde resultaron las normas que iban reformar a la institución fundada por Jesucristo. Entre otras muchas, en este congreso eclesiástico quedó aprobada la nueva regulación de las fundaciones religiosas y del culto a las imágenes sagradas, básicamente en los capítulos octavo y noveno de la Sesión XII, celebrada el 1 de septiembre de 1551, de cuyo resultado se implantó la obligación a los “Ordinarios del lugar” de supervisar anualmente la administración y contabilidad de Obras Pías, Hospitales y Cofradías. Del mismo modo, en la Sesión XXV –última del concilio– celebrada en los días 3 y 4 de diciembre de 1563, se trató sobre el correcto uso y culto de las imágenes y reliquias, refrendando así la postura oficial tomada por la Iglesia sobre esta cuestión siglos atrás, en el II Concilio de Nicea celebrado en el año 787[10].

Para hacer llegar y cumplir a todo el catolicismo las disposiciones reformistas aprobadas en Trento, el Pontífice ordenó que se celebrasen concilios provinciales y, posteriormente, sínodos diocesanos. En los años siguientes (1565 y 1566) tuvo lugar el Concilio provincial de Toledo, que presidido por el obispo de Córdoba, Cristóbal de Rojas y Sandoval –por estar la sede metropolitana vacante y ser éste el mitrado más antiguo–, hizo especial hincapié en la nueva normativa del culto público a las imágenes. Nada más finalizar el Concilio provincial de Toledo el obispo Rojas convocó un Sínodo en su diócesis cordobesa, donde se transfirieron todas las disposiciones a los vicarios de las poblaciones, entre las que se imprimieron las siguientes ordenanzas referentes a las imágenes y cofrades:

 “Porque de estar las imágenes que tienen las cofradías en las casas de los Priostes, y Mayordomos dellas, y de otras personas seglares, no están con la veneración y decencia que conviene, de que sea seguido y sigue algunos daños e inconvenientes; proveyendo en ello de remedio mandamos que de aquí adelante las tales imágenes siempre estén en las iglesias, donde las tales cofradías estuvieren instituidas, y no sean sacadas dellas, si no fuere para las llevar en las procesiones que se hizieren, y que en los lugares donde lo tal acaeciere, el Vicario haga traer a las iglesias las tales imágenes y proceda sobre ello por todo rigor y censuras hasta que se cumpla”. En representación de la iglesia montillana asistió el vicario y maestro Hernando Gaitán quien juró, junto con los demás eclesiásticos, ante el obispo “conforme al dicho capítulo que harían bien y fielmente su oficio, y que no excederán, ni dejarán de hacerlo por odio, favor, amor, interés, ni otro respeto humano”[11].

También, dentro del nuevo orden interno al que se pretendía conducir a la institución católica, el concilio estableció la realización de visitas generales anualmente, en las que se tomara cuenta del patrimonio de las obras pías, cofradías y hospitales, a los administradores y hermanos mayores, y estas quedaran registradas en libros de cabildo y cuentas que dichos responsables estaban obligados a presentar en la visita general al obispo o provisor autorizado al efecto.
 
Un inventario de 1567

La cofradía de la Vera Cruz montillana no fue ajena a todas estas reformas tridentinas. El mismo vicario Gaitán, como patrón de la misma, junto con el hermano mayor Fernán García del Mármol y el notable artífice Guillermo de la Orta –que actuó como testigo– entre otros vecinos, realizaron un riguroso inventario[12] que quedó recopilado por el escribano público Jerónimo Pérez el 16 de junio de 1567, documento que ha llegado hasta nuestros días y que, hasta la fecha, es el mejor exponente manuscrito que ilustra la realidad la ermita y cofradía de la Vera Cruz en los años centrales del siglo XVI.

El documento en sí es una gran aportación histórica, ya que nos permite recrear la vida y funcionamiento de esta cofradía penitencial en plena contrarreforma católica. El minucioso inventario lo hemos ordenado en varios grupos de bienes, y aunque no hemos respetado su forma original si lo hemos hecho con su fondo, para facilitar su  lectura, donde comenzamos recopilando las imágenes de culto: “Un crucifixo grande puesto en una cruz leonada que suele estar y está en el altar / Una imagen de Nuestra Señora con un niño Jesús en los brazos”[13] como también los útiles para las procesiones: “Unas andas con un calvario en que sacan el dicho crucifixo / Unas andas negras en que sacan la dicha ymagen / Un cobertor para ellas de paño negro / Un velo de red que está [debajo] del crucifixo en el altar mayor / Ocho horquillas coloradas”.

Igualmente encontramos anotados los enseres del guión procesional: “Una cruz grande y en ella pintado un crucifixo y puestas las ynsignias de la pasión / Una cruz que es pequeña torneada / Una manga de carmesí con una guarnición de raso amarillo / Otra manga de terciopelo negro con dos escudos de las cinco plagas, es de raso blanco y dos cruces y otras dos bordadas de raso amarillo / Otra manga de raso carmesí con una guarnición de raso verde / [Caja] y varas coloradas con sus cruces verdes / Dos aros para las cruces / Ocho bacines de madera / Un cajón nuevo que está en la yglesia de Sr. Santiago en que está la cera y paños.”

La imagen de la Virgen –que poco tiempo después es designada bajo la advocación del Socorro– contaba con un considerable ornato textil, por lo que deducimos que su hechura era de candelero, y como es propio de aquellos tiempos, sus vestiduras cambiaban a la par que los colores de la liturgia, aunque hay que resaltar que en el inventario predominan el verde –color propio de la cofradía– y el negro, correspondiente al luto, tan presente en las hermandades cuyo titular es Cristo muerto.

Este era el ajuar de la Madre de Dios: “El vestido de la ymagen y un manto de tafetán negro / Más una sobrerropa de grana con guarnición de terciopelo negro / Una basquiña de fustán colorada / Un faldellín e paño blanco / Unas mangas de raso morado / Una delantera de raso carmesí guarnecida de una telilla de coro / Unos querpezuelos nuevos de raso carmesí / Otros corpezuelos de raso blanco / Una sobrerropa de tafetán sencilla encarnado / Un monjil de anascote / Una toca de volante con su rostro de oro / Una toca de espumilla con su rostro de seda blanca / Otra toca de volante / Otra toca de seda cruda amarilla / Una toca de […] / Otra de […] / Una cadena de libro / Un apretador de coro asentado sobre una […] / Un ceñidor de seda torcida con los cabos redondos / Tres [horqueras] de naval con sus enagüillas / Una cofia con quartas de coro / Otra llana  / Una camisa guarnecida de hilo de coro / Otra camisa vieja / Otra de seda cruda con un rostro de seda blanca.”

Asimismo el registro de bienes, recopila los vasos sagrados, libros y ornamentos que la cofradía poseía para el uso del sacerdote en el culto divino: “Un cáliz la copa dorada y en medio seis esmaltes azules y en el pie cuatro cruces, una patena con una cruz dorada en medio y en el sello un león, es todo de plata / Un crucifixo de tres quartas de largo que está en una cruz verde / Una cruz de otras tres quartas de largo dorada / Un par de vinajeras / Una casulla de grana con cenefas de terciopelo carmesí / Otra casulla de lienzo y de cenefa y una faja labrada de sirgo carmesí / Otra casulla de lienzo y por cenefa dos tirillas de tafetán colorado / Otra casulla de lienzo y la cenefa de sirgo negro / Un alba de lienzo tiradizo con faldones y bocamangas de raso morado / Otra alba de tiradizo con faldones y bocamangas de tafetán colorado / Tres amitos de lienzo tiradizo / Una estola y un manípulo de raso morado / Otra estola y manípulo de raso encarnado / Una palia de naval con una cruz de verde labrada de verde y colorado y azul y alrededor una cinta colorada / Otra palia de naval con una cruz de una cinta colorada y alrededor una guarnición de sirgo colorada / Una toalla de naval de vara y tres de largo guarnecida de sirgo pardo e colorado / Otra toalla de vara y quarta de largo con guarnición verde y colorada / Otra toalla de otra vara y quarta de largo guarnecida con una tira morisca de seda colorada e dos bandas en medio de la misma guarnición / Otra de medianillo labrado de sirgo colorado de siete cuartas / Tres cintas para ceñirse el sacerdote / Unos corporales con quatro cruces en las esquinas de sirgo azul / Otros corporales de holanda con una franjita blanca / Otra palia de naval con una cruz de cinta morisca labrada de sirgo colorado e azul / Otra de raso blanco con un cruz de raso amarillo / Dos hijuelas de holanda / Una sabanilla para los corporales de naval / Otra sabanilla de naval / Dos capillos del cáliz, son tres / Seis pañuelos para el altar / Un ara con las palabras de la consagración, es pergamino, y un misal cordobés / Una cama de anjeo teñida negro que tiene un velo e tres paños que se cuelga para poner el monumento / Una campanilla para alzar y otra más pequeña / Otras dos campanillas / Dos candeleros de latón”.

De igual modo, también quedan recopilados los paños que recubren los altares del Cristo Crucificado, que es el mayor, y el de la Virgen: “Unos manteles de quatro varas de largo de lino / Otros manteles de lino de quatro varas e media viejos / Otros manteles así moriscos de dos varas e media de largo y vara y media de ancho / Un anjeo sobre el altar mayor de lienzo con sus caídas / Otro anjeo pequeño que está sobre el altar de Nuestra Señora de lienzo / Un velo de red que está debajo del crucifixo en el altar mayor / Cuatro frontales viejos”.

Pintura en óleo sobre lienzo del Cristo de la Vera Cruz de Puente Genil, donde se puede ver tras de sí una "procesión de sangre" con los disciplinantes en la tarde del Jueves Santo.   
Uno de los fines sociales más importantes de todas las cofradías, era dar sepultura a sus hermanos y devotos, y para ello la Vera Cruz ya contaba con: “Una tumba / Un paño de terciopelo con una cruz colorada que va sobre el lecho / Otro paño de paño negro que va sobre los difuntos / Un lecho en que llevan los difuntos”.

Para su funcionamiento diario la ermita estaba equipada con: “Una campana grande con su lengua / Un estadal en la pila / Un arca grande con un cajón de dos cerraduras / Un cajón de vara e tercia de largo e tres quartas de ancho en que se ponen las mangas / Otra arca que tiene quatro pies / Otra arca con un cajón dentro / Una caldereta vieja / Una mesa de torno / Otra mesa con su banco que está en la yglesia de Sr. Santiago e otra parte de ella / Un banco de tres varas de largo de pino e otra que está en la dicha iglesia / Una sobremesa de paño verde / Un banco de dos varas e quarta / Otro como el dicho / Dos esteras de dos bancos de la iglesia / Otra estera / Una lámpara con su bacía / Un martillo de hierro”.

Como podemos ver en este inventario, que hemos trascrito prácticamente en su integridad, y demás documentos inéditos que sacamos a la luz, la cofradía de la Vera Cruz estaba totalmente integrada en la sociedad montillana, y contaba con un considerable patrimonio propio desde fechas muy tempranas, cuyos bienes descritos aún recuerdan la presencia árabe en la península, haciendo alusión a los tejidos moriscos, y otros tantos patronímicos que en la actualidad apenas se utilizan.

Para finalizar, sólo queda apuntar que este artículo se ha nutrido de manuscritos cuyas noticias datan solamente de una década (1558 – 1567) con la pretensión de iniciar un Memorial de documentos que ilumine las tinieblas historiográficas que durante los últimos tiempos han circundado a la cofradía montillana de la Santa Vera Cruz.

NOTAS

[1] SÁNCHEZ HERRERO, José: Las cofradías de Sevilla. Historia, Antropología, Arte. pp. 9 – 34. Los comienzos.
[2] ARANDA DONCEL, Juan: Las cofradías de la Vera Cruz en la diócesis de Córdoba durante los siglos XVI al XVIII, pp. 615 – 640. Actas del I Congreso Internacional de Cofradías de la Santa Vera Cruz. Sevilla, 1992.
[3] Según cita el historiador del siglo XVIII Francisco de Borja Lorenzo Muñoz en su manuscrita Historia de Montilla, el Juez de composiciones Pedro Cabrera visitó la ermita de la Vera Cruz en 1535, fecha que han dado por buena los sucesivos historiadores y cronistas que han tratado este tema. Nosotros hemos consultado esta Visita registrada por el escribano Cristóbal de Luque en el Leg. 2, f. 237 del Archivo de Protocolos Notariales de Montilla, y en la citada escritura no se alude a la Vera Cruz.
[4] Archivo de Protocolos Notariales de Montilla (APNM). Leg. 17, f. 345.
[5] APNM. Leg. 17, f. 666.
[6] APNM. Leg. 51, f. 24.
[7] APNM. ¿Leg. 52,  f. 1234?. Véase en Crónica de Córdoba y sus Pueblos. Córdoba, 2001. pp. 275 – 286.
[8] Hernán García del Mármol, prioste; Diego Sánchez Cardador y Juan del Postigo, alcaldes; Marín Fernández del Mármol y Alonso Doñoro, veedores; Bartolomé García Baquero, albacea; Miguel Ruiz regidor y Martín García de Morales, hermanos.
[9] APNM. Leg. 135, f. 691.
[10] LÓPEZ DE AYALA, Ignacio (Trad.): El Sacrosanto y Ecuménico Concilio de Trento. Madrid, Imprenta Real, 1785. Véanse también las Advertencias que San Juan de Ávila hizo al concilio provincial de Toledo, donde insiste en que se cumpla la normativa tridentina “De la veneración de los santos y de las imágenes” en sus Obras Completas II, pág. 735. BAC, Madrid, 2001.
[11] ROJAS Y SANDOVAL, Cristóbal: Synodo diocesana que el ilustrísimo y reverendísimo señor Don Cristóbal…, s/f. Juan Bautista Escudero. Córdoba, 1566.
[12] APNM. Leg. 22, ff. 150 – 152 v. A este inventario hace referencia, aunque no lo desarrolla, E. Garramiola Prieto en la revista Nuestro Ambiente de mayo de 1992, en su artículo “Mayo y la Vera Cruz”, p. 20.
[13] En sus orígenes, las imágenes marianas cotitulares de las cofradías de la Vera Cruz eran de gloria, y dependiendo el tiempo litúrgico se adecuaban los colores de sus vestiduras y se le colocaba o quitaba el Niño Jesús. Esta costumbre aún se conserva en las vecinas localidades de Cabra y Aguilar de la Frontera.

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